Charris
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Volcanes que escupen pintura o el viaje a través del arte

2014

Vidal Oliveras, Jaume

Paxcific Nostalgia (Et in Arcadia Ego), 2008. Óleo sobre lienzo. 200 x 300 cm

Paxcific Nostalgia (Et in Arcadia Ego), 2008. Óleo sobre lienzo. 200 x 300 cm

Paxcific Nostalgia (Et in Arcadia Ego), 2008. Óleo sobre lienzo. 200 x 300 cm

Existe una suerte de microgénero en la pintura del paisaje sobre el que habitualmente no se detienen o pasan por encima los manuales de historia del arte. Si acaso se menciona como una excentricidad decimonónica y permanece olvidado en los sótanos de algún museo, apolillándose entre humedades y polvo. No es extraño que haya llamado la atención a Ángel Mateo Charris, dotado de una singular curiosidad humanística y una fina sensibilidad, observador, como es, de aspectos que habitualmente pasan desapercibidos al espectador común. Pocos recuerdan a paisajistas como William Ashcroft o Frederic Church, por citar dos nombres, que se sintieron fascinados por los volcanes y sus efectos.
Cuando en 1883, el Krakatoa, situado en una isla entre Java y Sumatra, estalló, las cenizas llegaron a la estratosfera y extraños y misteriosos efectos sucedieron durante más de un año en todo el planeta. El cielo se tiñó de rosas y púrpuras y la luna, filtrada por el polvo, aparecía verde o azul, según las noches. En el horizonte parecían percibirse espectaculares incendios. Fue entonces cuando, en la periferia de Londres, William Ashcroft, sugestionado por aquellos intensos y dramáticos atardeceres, pintó unas 500 acuarelas que intentaban registrar aquellas explosiones de luz y color. Parece que Ashcroft, de una manera disciplinada, realizaba una pieza cada diez minutos con la voluntad de capturar la danza de salmones, violetas, bermellones y amarillos. Más que a la historia del arte, Ashcroft ha interesado, por el contrario, a los meteorólogos que, en una época en que la fotografía era en blanco y negro, han podido estudiar, a través de sus acuarelas, las efectos climáticos del Krakatoa.
Frederic Church, aunque gozó de una increíble fortuna crítica durante gran parte de su carrera artística, falleció prácticamente olvidado en 1900. Y hoy pocos citan su nombre entre los grandes paisajistas del XIX. El suyo fue, efectivamente, un paisaje romántico, efectista y aparatoso, que intentaba expresar la grandeza de la naturaleza americana y el mito de América como un nuevo Edén. Gigantescos icebergs, vertiginosas cataratas, espectaculares crepúsculos en tierras exóticas, coloristas auroras boreales... fueron sus temas. Pero algunos de sus lienzos más memorables tratan de volcanes: el Cayambe, el Cotopaxi o el Chimborazo, por ejemplo. Y quizás el luminoso cromatismo de algunos de los cielos encendidos de sus auroras boreales bien pudiera ser consecuencia del Krakatoa, a más de 10.000 km. de distancia.
En todo caso, y aunque no haya despertado el interés de los estudiosos, el volcán es un motivo pictórico. Es, ante todo, una explosión de color y de efectos dramáticos, aunque este aspecto no agote su complejo simbolismo. Significa también el mundo subterráneo, el misterio de lo profundo, de lo que se oculta bajo tierra, acaso el tesoro, acaso el acceso a los territorios de la muerte. Y entre sus múltiples connotaciones, posee también la de la aventura, un recorrido iniciático a la búsqueda de un saber secreto que se esconde, encriptado, bajo la superficie de las cosas. En este sentido, no está de más recordar el Viaje al centro de la tierra de Julio Verne y cómo el volcán es el eje que conecta el mundo exterior con ese centro inalcanzable que encierra todos los misterios.
Desde hace tiempo una de las líneas de trabajo de Ángel Mateo Charris ha sido la aventura y, dentro de esta geografía de la aventura, una de las topografías más revisitadas por el pintor ha sido el volcán. Charris recuperó este motivo en una exposición titulada Días en Volcanovia, allá en el año 2006. Se pensó que era una ocurrencia del artista, una suerte de broma. Pocos se percataron de que se trataba de un homenaje a la pintura y a la aventura en clave cifrada. Evidentemente, la sensibilidad de nuestro artista es diferente a la de los paisajistas mencionados más arriba, pero la suya era una revisión moderna del tema.
En el catálogo que acompañaba la exposición, el mismo Charris narraba en primera persona la historia de un viaje. El texto, aparentemente desenfadado, apuntaba, como de pasada y a la ligera, la clave de una manera de mirar y ejercitar la mirada: "(...) siempre –decía Charris en su fábula– veía pintura a chorros saliendo por los cráteres, energía pura derramándose por un mundo necesitado de nueva savia, aunque a veces fuese de una forma violenta y compulsiva". En efecto, aquí se encierra el quid del asunto, porque Charris fusionaba el volcán con la pintura, como si se tratase de la misma cosa.
Parece que Charris es un gran viajero. También escribe –y, por cierto, muy bien. Pero sus viajes no son viajes convencionales. Él viaja a partir de referencias artísticas. Para él, los volcanes no vomitan fuego, lava o cenizas, sino que arrojan "pintura a chorros". Es una manera de observar el mundo, como si éste se contemplase a través de una lente que transformara las cosas en términos pictóricos. Salvador Dalí explicaba que, colocándose un cristal grueso y semitransparente a modo de gafas, veía las cosas en estilo impresionista. Así Dalí y así Charris, que contempla la vida a través de la lupa de la gran pintura. Pero también el mundo que despliega en sus textos está tramado de referencias culturales y, sobre todo, de la historia del arte. De Chirico, Morandi, Warhol, Hopper... son sus protagonistas. Son los fantasmas que habitan y dan vida a sus ficciones. El mundo de Charris está mediatizado por la pintura.
Acaso una imagen de un artista muy diferente a Charris, Perejaume, nos ayude a introducirnos en su universo. No viene al caso detenernos en la reflexión del artista catalán, pero puede ser oportuno explicar una de sus obras, a modo de metáfora. Ésta consiste literalmente en una topografía de una pieza de Antoni Tàpies. En efecto, Perejaume escoge una pintura de Tàpies y a partir de ella realiza una planimetría, similar a la que realizan los topógrafos con el territorio, señalando los relieves y los accidentes. Es decir, Perejaume realiza a escala un mapa –con sus valles, montañas, mesetas– de una obra de arte. Transforma un cuadro en un territorio. Pero si aceptamos esta proposición, habremos de convenir que el camino inverso también es posible: convertir una cartografía en una obra de arte. Y ésta es la apuesta de Charris. Yo me imagino los viajes de Charris como un itinerario por los pliegues de la pintura. Él transfigura el paisaje en material de arte. Su viaje no es otro que la aventura por y en la pintura. En Charris, aventura, viaje y pintura se confunden y vienen a ser la misma cosa.
Como han demostrado muchos estudiosos de la literatura y la psicología analítica, los relatos de viajes y de aventuras tradicionales describían itinerarios de iniciación. Esto es, un proceso de aprendizaje al término del cual el joven adquiría la madurez o el protagonista alcanzaba su centro espiritual. Dicho de otra manera, el héroe –obligado o voluntariamente– emprendía un trayecto lleno de peripecias, obstáculos, tentaciones y debía superar pruebas –enfrentarse al monstruo o a la misma muerte– para, al final del camino, encontrar una recompensa. El triunfo representaba un renacimiento y la aparición de una nueva conciencia. ¿Pero son los nuestros tiempos para la épica y los héroes? ¿Y no está la obra de Charris plagada de una sana ironía que disuelve los mitos de la modernidad y, por extensión, toda retórica de la heroicidad? Y, sin embargo, tenemos la convicción de que la suya es una pintura de iniciación a la búsqueda de una clave que descifre un secreto. Una aventura de iniciación cuyo sentido profundo puede aparecer disimulado precisamente bajo la capa de la ironía, pero aventura de iniciación al fin y al cabo.
En ocasiones se ha descrito el trabajo de Charris como una pintura-collage en la cual se fusionan figuras y motivos aparentemente inconexos. El collage –no hace falta repetir algo ya sabido– implica la introducción de un elemento extraño al medio y al espacio de representación pictórico, lo cual crea una suerte de fricción entre ambos mundos, de efectos imprevisibles. Creo que el mismo artista ha aludido en algún momento a la noción de greguería o de paradoja porque esta confrontación de elementos dispares da lugar a una suerte de metáfora, a una apertura de significados que deja en suspenso al espectador y sin saber dónde agarrarse. Y, sin embargo, ésta es la lógica del relato de iniciación: el protagonista se halla perdido –en el bosque o en cualquier otro territorio desconocido– en un espacio de incertidumbre y de silencio. Se ha extraviado, en definitiva, pero se trata de un extravío necesario para encontrarse. Su suerte –y su salvación– dependerá de saber interpretar los signos que le salen al paso y que contienen el secreto de su destino. Ha de estar atento y reconocer estas señales que le van marcando el camino; sólo de esta manera tomará conciencia de su verdadero yo y podrá salir del laberinto. En este sentido, una de las pinturas más significativas de la presente exposición, El arqueólogo (2008), ilustra a la perfección estos elementos característicos del relato de iniciación: el viajero, el signo (que además es un ojo) y la figura del indígena, con un turbante que repite el mismo motivo del ojo, en ademán de señalar algo. Muchas interpretaciones son posibles de esta pintura, pero uno de sus contenidos latentes hace referencia, sin duda alguna, a la revelación del secreto que contiene el libro de aventuras.
G.K. Chesterton cuenta una bella historia sobre aventuras que he citado en alguna ocasión, pero que ahora resulta especialmente oportuna. Explica que en una aldea de Inglaterra algunos lugareños empezaron a sospechar de la existencia de un hipotético nuevo continente. Organizaron –explica Chesterton– una expedición de exploración y, finalmente, después de años de recorrer el planeta en línea recta, volvieron al mismo punto del que partieron sin haber conocido nuevas tierras. No había tal continente. Y, sin embargo, Chesterton afirma que sí. Acaso no descubrieran ninguna terra incognita, pero sin duda habían encontrado algo nuevo que, a partir de entonces, les acompañaría en sus vidas. Cámbiese la palabra aventura por pintura. Este el mundo de Charris: la aventura de la pintura.  



Fuente:

Catálogo Una de aventuras. Fundación Cajamurcia, 2014.