'La muerte en Venecia', según Charris
27.10.2018








Ángel Mateo Charris ilustra para la editorial Edelvives 'La muerte en Venecia', de Thomas Mann. Los originales se expondrán en Madrid, en el Museo ABC, del 29 de noviembre al 3 de marzo.
“Cuando pinto es cuando menos solo me siento», dice el artista Ángel Mateo Charris (Cartagena, 1962), que acaba de ver cumplido otro de sus sueños: ilustrar con su pintura inconfundible y su pulso imaginativo y poético uno de los grandes clásicos literarios de todos los tiempos, ‘La muerte en Venecia’, de Thomas Mann, que edita Edelvives con un gusto exquisito. No es la primera vez que ilustra uno de sus libros preferidos: lo hizo anteriormente, para Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, con ‘El corazón de las tinieblas’, de Joseph Conrad, una de las novelas que uno debe leer antes de morir, y lo antes posible para entender mejor la vida, el mundo y al hombre. En aquella ocasión, puso rostro al horror que anida en el interior del corazón humano. Ahora, con sus ilustraciones para ‘La muerte en Venecia’, ha logrado plasmar en imágenes todo el desasosiego, la obsesión y el deseo de arder con ella que provocan cuando la belleza y la pasión, así como todas las sombras de hielo con las que te logran secuestrar el desencanto, la decadencia, la pérdida de ilusión y la cercanía de la muerte. Este trabajo -una selección de las ilustraciones se expondrá en el Museo ABC del 29 de noviembre al 3 de marzo, junto a otros dos libros ilustrados por Rébecca Dautremer (‘Seda’) y GianluigiToccafondo (‘Los girasoles ciegos’)- le ha reportado «una gran satisfacción personal. No hablo de lo artístico, porque mis obras a mí nunca me terminan de convencer del todo, no soy de los que se dan palmaditas en el hombro». Habla Charris, que ve cómo su prestigio como artista crece al tiempo que él no deja de asomarse con mirada asombrada a la realidad, de la aventura y los retos que le han proporcionado este encargo, que le dio, por ejemplo, motivos para viajar nuevamente a Venecia. Una ciudad donde los sueños, que son de aire, tierra, mar y fuego, salen a tu encuentro y te invitan a sus casas.
La historia de ‘La muerte en Venecia’, que llegó a los lectores por primera vez en 1912, es bien conocida, a lo que innegablemente ayudó la adaptación cinematográfica, de 1971, que dirigió Luchino Visconti. Gustav von Aschenbach, un reputado escritor alemán, decide viajar a Venecia para pasar allí el verano. Instalado en su hotel de lujo, quedará absolutamente deslumbrado por la visión del joven Tadzio. Y a medida que crece la fascinación por él, sobre Venecia se cierne una epidemia de cólera. Belleza y muerte. Cuando Aschenbach se topó con Tadzio, «un efebo de cabellos largos y unos catorce años», y con «asombro observó que el muchacho era bellísimo», no podía imaginar el impacto que esa criatura provocaría en su existencia: abierta en canal, con el corazón desbocado y todas las seguridades aniquiladas.
-¿Recuerda su primera lectura de ‘Muerte en Venecia’? ¿Qué impresión le causó?
-Creo que la leí muy joven, después de ver la película, cuando estaba más cerca de la edad de Tadzio que de la del protagonista. No sé qué pensaría en aquellos momentos, porque hay ciertos libros que hay que leerlos con la edad adecuada.
-¿Qué le llamó más la atención, qué le emocionó más?
-La extraña obsesión del personaje principal, que entonces no comprendía demasiado; la descripción de la decadencia, la exquisitez y Venecia, a la que siempre quise viajar desde entonces.
-¿Qué imágenes se le quedaron grabadas?
-Creo que mi visión del libro estaba demasiado contaminada por la visión de Visconti, que es lo que pasa cuando lees una historia a la que ya le has adjudicado rostros y ambientes: es muy difícil sobreponerse a eso. ¿Cómo no recordar la escena final de Aschenbach muriendo en la playa (¡atención ‘spoiler’!)? El mundo de los hoteles y balnearios de principios de siglo, la búsqueda enfermiza de la belleza..
-¿Cuáles cree que son los grandes temas de la novela?
-El paso del tiempo, el derrumbamiento de una vida construida con tanto esfuerzo cuando te das cuenta de que solo has construido un enorme castillo de arena, el puñetazo de la vida que hace que seas consciente de cómo la muerte te acecha por todos lados, y el deseo que conlleva ese relámpago de vida, de belleza, que te hace recordar lo perdido. La obsesión como una de las caras del amor.
-¿Qué le inspira el personaje de Aschenbach?
-Aschenbach pasa de lo patricio a lo patético en un recorrido que lo hace profundamente humano, con lo cual no me puede despertar más que comprensión, ternura y una especie de imagen deformada en el espejo en la que cualquiera podemos caer.
-¿Cuál es su ideal de belleza?
-Va cambiando constantemente, aunque tiene que ver con lo vivo, con la emoción que me produce algo, sea natural o artificial, y cada vez menos con las convenciones y los cánones.
-¿Qué logra perturbarle?
-Muchas más cosas de las que quisiera, para bien y para mal. Todo depende de en qué sentido usemos la palabra perturbar. En principio, cualquier cosa que te haga sentir vivo está bien.
-¿Cómo intenta, o logra, defenderse de las obsesiones?
-De las obsesiones no te puedes librar porque de lo contrario no serían obsesiones, serían caprichos, deseos, cosquilieos. Hay que saber convivir con ellas e intentar que no te lleven a uno de esos callejones sin salida en los que se te olvidan las cosas importantes, o a un camino demasiado cercano al precipicio.
-Como artista, ¿en qué se siente identificado con Aschenbach?
-El escritor Aschenbach ha alcanzado cotas de gloria mucho más altas que yo, pero sí que me identifico con su entrega al trabajo y algunas características que le adjudica Mann. Quiera yo o no. Por edad y trayectoria podría estar cercano a su cansancio, al peligro de lo rutinario. Ambos vemos el peligro e intenamos escapar a ello, cada uno a su manera.
-¿Qué echa de menos de la Europa que describe ‘Muerte en Venecia'?
-No la echo de menos porque la tengo en los libros, las películas y las obras de arte, que es donde realmente habita. Creo que ese mundo ideal de la decadencia y la belleza se desinflaría como un globo si nos transportaran allí con una máquina del tiempo a lo Wells. Me encanta ese mundo exclusivo y diletante de los hoteles de lujo, las cuberterías de plata y los cuartetos de cuerda, pero creo que Aschenbach tuvo mucha suerte de morir en la playa y no en uno de aquellos hospitales infames de la época. Aquella mítica Viena de entreguerras escondía lo suyo debajo de la alfombra, o no hubiera acabado como acabó. Cuando vemos una de esas escenas de hotel colonial en Bombay a lo ‘Downton Abbey’ todos queremos ser el tipo del traje blanco que discute de poesía con el aristócrata alemán, y nadie el sirviente indio, lo cual no quita para que me fascine esa ensoñación.
-¿Qué le inquieta más de la Europa presente?
-Me inquieta que Europa se parezca menos al paraíso con el que sueñan los emigrantes que mueren por alcanzarla, y más a lo que pretenden los extremistas, nacionalistas, populistas y guardianes de la pureza en general.
-¿Qué pensó cuándo le propusieron ilustrar ‘Muerte en Venecia’?
-Que era una tremenda suerte y un gran desafío. Es una de las grandes novelas del siglo XX y me dijeron que es la primera vez que los herederos de Thomas Mann dan permiso para ilustrarla. Más tarde Juan Manuel Bonet me habló de alguna edición antigua encontrada por el rastro con algunas ilustraciones, pero casi prefiero no conocer antecedentes.
-¿Qué temores le surgieron?
-Que el fuerte recuerdo de la película me arrastrara a su terreno. Quería alejarme de lo sabido e interpretar el texto desde cero, a mi manera. Que mi Aschenbach, mi Lido y mi Venecia se abordaran desde otro ángulo y con otras lecturas.
-¿Qué quería captar en sus ilustraciones?
-Aunque yo nunca interpreto el texto de manera literal, sí que quería traducir de algún modo su ambiente, su emoción, darle un marco a esos personajes, con retazos de la ciudad que me gusta tanto y que he visitado en muchas ocasiones, la última después de recibir este encargo. Retratar en algo también su tiempo, más allá de los trajes de los personajes y la escenografía. De ahí algunas alusiones a De Chirico, por ejemplo, que está pintando sus plazas italianas al tiempo que Mann publica la novela. He intentado trenzarla con los símbolos y digresiones que yo iba observando.
-¿Nostalgia de la juventud?
-No, para nada. Esa pasión generacional de ponerse a hablar de la parafernalia del pasado, ‘Cuéntame’, los ochenta, lo bien que nos lo pasábamos y lo bonito que era el mundo, no me interesa nada. Me pareció fantástico vivirlo pero con una vez vale. Y eso que a veces he utilizado la nostalgia como material de trabajo, pero si he sentido a veces nostalgia es por cosas y épocas que no he vivido, pero eso es más el territorio de la imaginación que otra cosa.
-¿Tiene la impresión de que el mundo a su alrededor se tambalea?
-El mundo se tambalea siempre porque está vivo, así que hay que aprender a moverse entre bamboleos, como hace todo buen marino. Si quieres que todo se quede como está es cuando tienes un problema, si crees que has llegado a algún sitio y te encierras a guardar el castillo, acabas oliendo a naftalina y crisantemo.
-¿Cuáles siguen siendo sus certezas?
-Pocas, y no descarto que dejen de serlo, todas menos la principal: que voy a morir. Es el principio básico del código del samurai, pensar en la muerte constantemente: no para vivir aterrorizado, sino para disfrutar cada segundo del hecho de estar vivo.
-¿Qué simboliza Tadzio y cómo lo ha pintado?
-Tadzio es la belleza y... ésta es una cosa tan frágil y relativa... Vemos a Tadzio a través de los ojos de Aschenback y lo imaginamos bellísimo, cuando a lo mejor es un vulgar adolescente lleno de granos: es lo que tiene el amor. Así que he mostrado su esencia a partir de esculturas clásicas, muchas de ellas de los museos venecianos. Estuve tentado de que no apareciera en ninguna de las imágenes, pero al final aparece fugazmente de espaldas en la imagen que se ha usado para portada de esta edición. No quería quitarle al lector su propia imagen de la perfección.
-¿Cómo alimenta su imaginación y su curiosidad?
-Con el viaje, el real y el inmóvil; con lo de siempre: las lecturas, el cine, la pintura, pero también con lo cotidiano. Cada vez me parecen más interesantes las cosas que supuestamente no lo son, así que tengo diversión para rato.
-¿Qué teme perder?
-El interés, el entusiasmo, la pasión por algo.
-Como pintor, ¿en qué momento de su trayectoria se encuentra?
-Estoy mudando la piel, como las serpientes. He tenido un año de mucho trabajo, con una serie africana para un museo en Costa de Marfil, las 43 obras para este libro y otra serie completa sobre el Pacífico para una exposición en Manila, que finalmente se ha cancelado; todas pintadas con la manera de siempre, pero al mismo tiempo he estado trabajando en cosas nuevas que vienen con otra piel y espero enseñar pronto. La pintura es una casa y ahora estoy en plena mudanza.
-¿Cuáles son sus pinturas preferidas de esta serie?
-La de las gotas de lluvia sobre un cristal, porque la vi aparecer ante mis ojos en un ferry hacia el Lido y pensé: aquí tengo una, y la cacé al vuelo para este libro. La del sombrero en el agua, porque no es una frase que salga en el libro pero es de esas que se imponen con fuerza desde un primer momento, por su valor simbólico y por su sencillez. Una tercera sería las de las guardas; desde el primer momento pensé que tenía que sacar los suelos de mármol de la ciudad. Hice muchas fotos de suelos en iglesias, scuolas, palacios... y no sabía bien cómo usarlas hasta que en algún momento escuché unos pasos a lo lejos y apareció esta imagen, que venía con zapatos de dos colores. Tuve que buscar si este tipo de zapatos existían en la época y sí, había modelos parecidos desde años antes. Y la de los violines en la laguna. En una exposición en una iglesia sobre la historia de la música encontré esos violines que mostraban los diferentes pasos en su construcción y me parecieron primos hermanos de las góndolas, o un cruce entre ellas y los postes donde se amarran. Se merecían ese anochecer casi ‘kitsch’, ese homenaje a la música, a Vivaldi o a Mahler, por decir un par emparentados con la laguna.
-¿Qué ha sido lo más difícil de este trabajo?
-Contar muchas cosas en unas pocas imágenes, sintetizar, contar sin decirlo todo, serpentear alrededor de la narración de Mann y sus temas: el deseo, la obsesión, la homosexualidad, el despertar sexual adolescente, el miedo a la muerte, la rendición.
-¿Lo peor es la decadencia?
-Estéticamente puede ser muy hermosa, vitalmente es un desastre. Hay un momento en la novela en que el protagonista cede a las tentativas de un peluquero para tintarle la cara y maquillarlo, hasta convertirlo en un remedo de la juventud perdida, bastante patético; es una rendición en toda regla, caer enamorado que dicen los ingleses pero en su versión batacazo, pero también creo que es un momento de renacer que llega demasiado tarde; la decadencia es lo que venía antes de eso, disfrazada de dignidad y respetabilidad, la decadencia es la muerte en vida.
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