Las aventuras de Charris (y su gato)
29.06.2019
[Encontró el cuadro más feo del mundo, se apiadó de él y lo mejoró.]
Hace muchos, muchísimos años, tantos que ya casi nadie lo recuerda, un apasionado del arte decidió emprender la hercúlea tarea de conseguir el cuadro perfecto. Para ello pidió al mejor paisajista que se encargara del paisaje, al mejor retratista que realizara los rostros de los personajes, y así cada artista fue plasmando en la pintura su especialidad.
El resultado fue que las retorcidas ramas de un árbol, que hubiera causado las delicias del más prestigioso botánico, a punto estuvo de saltarle un ojo a la más espléndida de las Venus, cuya mantecosa cadera casi tiró, de un culazo, la napoleónica efigie del capitán de un barco, que, en lugar de surcar los mares, se arrastraba agotado por la más fantástica de las arenas del desierto, las cuales hubieran preferido ahogarse en el agua de una clepsidra, antes que aparecer en semejante cuadro. Este Frankenstein pictórico, responsable de adelantar los partos y de que se le retirara la leche a las vacas, fue escondido en un lugar ignoto, con la esperanza de que solo un héroe de alma limpia, como la castidad de una doncella, pudiera encontrarlo.
Ese héroe ha llegado, ese héroe es Charris.
Charris, acompañado de su inseparable gato Tao' -porque su gato 'Capra', de natural indolente como una Venus de Tiziano, se limitó a sacarle la lengua ante la propuesta de salir de aventuras-, viajó incansable hasta los confines de la Tierra y, allí, en la gruta más recóndita, encontró agazapado el cuadro más feo del mundo, y tanta vergüenza sentía el pobre cuadro que, Charris, se apiadó de él y lo mejoró. Cogió una porción de todo lo hermoso que había visto a lo largo de su odisea, y lo fue adornando con un poco del ácido optimismo del que presume Hockney, del selvático exotismo que defiende hasta el infantilismo Rousseau, de la insultante juventud que vende el Pop, de la atmósfera acolchada que sofoca a Hooper, del automatismo que persigue inconscientemente Miró, de la fiereza derretida con la que luchan Matisse y Dalí, y creó no uno, sino miles de cuadros gozosos de estar vivos.
Pintó a un muchacho de silueta tintinesca cuya sombra son dos comillas a punto de empezar a hablar, un dominguero en la playa, mirando a través del encaje de bolillos de sus gafas de sol, una mañana sorprendida de ser tan blanca, unos tapetes de ganchillo que le hacen cosquillas a un paisaje y un punto y seguido, que se guarece del sol bajo la falda de una rubia, porque esta aventura, como todas las historietas de aventuras que se precien, continuará.