Charris
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Me & Mrs. B

2015

Mateo Charris, Ángel

Catálogo Mundo B

Catálogo Mundo B

Catálogo Mundo B

El cuarto olía a flores y a perfume caro, una empalagosa mezcla que conseguía el efecto contrario al que pretendía. La señora B, oculta tras una espesa capa de maquillaje, se repintaba en su inmenso tocador diseñado por Zaha Hadid. Por la inmensa habitación deambulaba también el señor B, ajustándose unos gemelos rebeldes y fumando un puro que lo rodeaba de una impresionante aureola de humo.
–¿No crees que debería haberme puesto el valentino? El rojo, el que llevé a la última reunión del Bildelberg. No me gusta repetir, pero es que me sentaba tan bien.
–Lo que tú digas.
–¿Lo que yo diga? No me estás escuchando ¿verdad?
–Que sí –contesto el marido tratando de ser convincente mientras toqueteaba su móvil.
–He pensado en ponerme el broche de diamantes de la calavera, el de Hirst, pero la loca de Michelle dice que da mal fario.
El señor B comenzó a moverse inquieto por la moqueta, atento a los mensajes que iba recibiendo con un puntual pitido, mientras su boca se iba convirtiendo en un volcán a punto de erupción. La señora se hacía morritos frente al espejo y dio un pequeño respingo ante el grito del marido
–¡Me cago en…!
–¡Ay, nene, me has asustado!
–¡Ya la están liando los imbéciles estos! –dijo lanzando el móvil contra una colección de jarrones chinos.
La mujer conocía ese tono, el del berrinche sin solución, contra el que no cabía intentar calmar su ira, ni hacerle entrar en razón, así que continuó con sus cosas, como el que se ve incapaz de dominar a las fuerzas de la naturaleza y se deja llevar por el espectáculo. El señor B se dirigió hasta un tremendo warhol, uno de la serie de las sillas eléctricas que, manipulando uno de los laterales, se abrió como un armario mostrando una impresionante colección de armas de fuego. El hombre escogió unas cuantas y las lanzó contra la moqueta con rabia.
–¿Ya estás otra vez con tus juguetitos? Un día de estos vamos a tener un disgusto.
–¡Cero coma cero cero uno! –dijo endemoniándose con la cifra– Cero coma cero cero uno. ¿Sabes lo que es? No el nombre de otro de tus estúpidos perfumes, ni el nombre de un agente de un servicio secreto de pacotilla, ni el incremento de la estupidez en el planeta, no. –gruñía mientras empezaba a cargar tranquilamente una pistola– ¡Es el descenso de nuestras ganancias este año! ¿Qué quieren? ¿Que me ponga a pedir en el metro, que coma sucedáneo de caviar? Me van a oír los imbéciles estos. –y mando un mensaje a un grupo en su móvil: [los quiero ahora mismo aquí arriba, pandilla de subnormales] y al teléfono casi le dieron ganas de mandar unos cuantos emoticonos con bombas por su cuenta.
Colocó en perfecto orden unos cuantos rifles y pistolas sobre la cama y a los pocos minutos empezaron a tocar tímidamente a la puerta los consejeros delegados de la empresa. Primero llegaron Envidia, Avaricia y Soberbia, sorprendidos e inquietos ante el tono de la llamada, peloteando al jefe, halagando a la señora, mientras esperaban a que llegaran los otros: Lujuria, Gula e Ira. Pereza llegó el último, como era habitual, casi acabando con la paciencia del señor B, que estuvo a punto de empezar con su ejercicio de tiro particular.
–Por si no saben porque están aquí –los creo tan tontos como para no imaginárselo– hemos notado una notable bajada del incremento de las ganancias de la empresa –dijo el hombre en un tono sorprendentemente tranquilo– Llevamos unos cuantos años un poquito atascados con la estadísticas, y ahora me vienen con éstas. ¿Cero coma cero cero uno?
Gula no podía evitar echarle un vistazo tras otro a una bandeja de canapés de una mesita auxiliar.
–¿Le importa si…?
–Adelante, coja lo que quiera –dijo el señor B en un tono amable.
Cuando Gula se abalanzaba sobre la bandeja, una bala le reventó la mano produciéndole un dolor insoportable. Los consejeros se pasmaron mientras un chorro de sangre improvisaba un pollock sobre la lana blanca del suelo.
–¡Válgame Dios! –dijo la señora B– Ya tenemos que volver a cambiar la moqueta por tus tonterías, y ya sabes lo poco que me gustan tener a todos esos tipos de los oficios por la casa.
Gula se agarraba la herida mientras a Ira se lo llevaban los demonios
–¡Gordo infame! ¡Tragaldabas! ¿No puedes estar cinco minutos sin comer? Entre los ojos te tenía que haber dado.
La señora empezó a sentirse incómoda entre tanto trajín y decidió esfumarse de la escena. Le desagradó especialmente tener que sortear la sangre y los trozos de porcelana rotos con las suelas de sus louboutin. Al menos son rojas, pensó, y no se notará mucho si se ensucian.

Los consejeros parecían un grupito de colegiales asustados frente a la pizarra esperando el rapapolvos del profesor. Sólo que el señor B no llevaba ahora una palmeta sino un rifle brillantemente pulido y decorado con sus iniciales con el que jugaba mientras comprobaba la flexibilidad de su esmoquin.
–Verán lo que vamos a hacer –dijo conciliador– vamos a solucionar este problema, y lo vamos a hacer con sentido común e inteligencia, cosa que parece no les sobra últimamente. Y vamos a ganar dinero. Más dinero. ¿Por qué no tenemos bastante? Porque dinero es poder, y sí, porque nunca es bastante. Y porque nos lo merecemos, porque el mundo gira para nosotros y todos esos desgraciados con los que compartimos un cierto material genético están ahí para servirnos, y porque nos divierte este juego, porque tenemos el mayor casino del universo en este planeta, y porque no voy a dejar que otro me robe lo que es mío, porque lo merezco y tengo los suficiente cojones para reclamarlo, y porque los escrúpulos son como los forúnculos, y, mira, rima y todo.
Así que me montan una guerra donde haga falta, me sacan alguno de esos bichitos del laboratorio para vender unas cuantas vacunas, se inventan algún miedo que otro, que eso sí saben hacerlo, y dejamos esas cifras donde siempre tuvieron que estar
–Pero señor B –dijo Avaricia– ya tenemos más guerras en marcha de las aconsejables, según los expertos del FMI…
Y, bang, otro disparo se le incrustó a Avaricia en el corazón, que lanzó una última mirada sobrecogida a la vida. A Soberbia se le escapó una risita.
–¿Alguien más se apunta al ‘pero’, ‘sin embargo’, ‘no obstante’…? ¿Alguno más quiere perderse la fiesta de esta noche? Total, la moqueta hay que cambiarla igualmente.
El silencio se apoderó del dormitorio mientras el señor B se encendía otro Cohíba. Por las ventanas se filtraban los sonidos de una orquesta de cuerda que ensayaba en el jardín. Pudo ver a su mujer dirigiendo los preparativos de la fiesta e incluso le pareció que empezaba a llegar alguno de los invitados en un coche oficial.
–Habrá que sustituir a este imbécil. Llamen a ese tal Ambición.
–Pero no está en nuestra empresa. –dijo Envidia, que había saltado por puro nerviosismo y ya se estaba arrepintiendo de haberlo hecho.
–Pues ahora lo va a estar. Me lo traen y lo convierten en Avaricia. Que vaya Lujuria que a ella se le dan bien estas cosas. Digamos que sabe ser bastante convincente cuando quiere.
Contempló la penosa estampa de sus consejeros, uno muerto, otro con una mano sangrando y con la otra atiborrándose de canapés, con Lujuria sobando descaradamente a Soberbia ante los ojos libidinosos de Envidia…
El señor B llevaba bastante tiempo, décadas, siglos, utilizando a estos consejeros y empezaba a preguntarse si no sería conveniente un cambio de rumbo, una nueva perspectiva, tal vez se estaba anquilosando y necesitaba un golpe de timón que le asegurar el éxito en tiempos venideros. Sí, un nuevo camino.
Los echó a todos de la habitación y se puso a hurgar en una agenda escondida en la librería. Y cerró los ojos poniendo la cara del que acaba de encontrar la solución a una complicada y esquiva ecuación. Lentamente empezó a anotar en una lista una selección de nuevos consejeros para afrontar el futuro. Y soltó una carcajada por su audacia, ebrio de satisfacción, sabiendo que algunos lo tomarían por loco. Ahí estaban: Prudencia, Fortaleza, Justicia, Templanza, Fe, Esperanza y Caridad.
¿No era perfecto? Acaso todos estos, con sus caminos empedrados de buenas intenciones, no habían causado algunas de las mayores catástrofes de la humanidad. Y ahí estaba el dinerito, en las grandes catástrofes y en las grandes ideas, y la Fe –¡ah, la Fe!– con ella sola ya se podía ganar un gran montón de pasta. Se estiró las mangas del esmoquin y ensayó un falso gesto de humildad ante el espejo antes de dejar la habitación.

 

Me and Mrs. Jones, we got a thing going on
We both know that it's wrong
But it's much too strong to let it cool down now

El sol inundaba los restos del naufragio en la habitación de los señores B. Los objetos rotos, la sangre en la moqueta, el olor a pólvora, flores y tabaco, recordaban al sofisticado rastro de la muerte.
La puerta del dormitorio se abrió y rompió la silenciosa podredumbre del aire dejando entrar una bocanada de vida. Dos criados entraron con la misión de empezar a arreglar el estropicio. Eran muy jóvenes. Ella era india y menuda, él filipino y espigado, pero ambos compartían sonrisas y complicidad, un poco de ternura en el basurero. Mientras el chico se encargaba de limpiar y guardar las armas, ella se afanaba en recogerlo todo para la llegada de los enmoquetadores.
Una acaramelada canción de soul setentero empezó a sonar por el equipo que alguien había encendido.
–¡Pero qué haces, nos van a oír! –dijo la chica enfurruñándose con el muchacho.
Él, ajeno a las advertencias, comenzó a acercarse a ella sensualmente hasta que la agarró por la cintura.
–Aquí no, tonto. ¿Qué quieres?¿Que nos echen? – y se desembarazó de él con un empujón que escondía una sonrisa tímida.
–¿Que qué quiero? Quiero que te cases conmigo.
–Calla, si no tenemos ni un duro.
–No importa –dijo él– nos casamos y nos vamos a vivir con mi madre un tiempo. Luego ya veremos.
Ella se estaba rindiendo ante los avances del chico y acabó de derretirse cuando él cogió una de las pistolas que estaba limpiando y se la ofreció con una rosa a modo de florero. Por un momento aceptó un beso furtivo del chico y las motas de polvo que flotaban en los rayos de sol comenzaron a girar en torno a ellos. O eso les pareció. Una de esas eternidades que dura un minuto.
Volvieron a sus tareas, pero el chico seguía con el ánimo juguetón y cogiendo la colilla de un habano del suelo, comenzó a dar zancadas por la habitación teatralmente.
–¿Quién soy? –dijo, ensayando un gesto prepotente– Soy rico y soy poderoso.
–Eres el señor B.
–¡Exacto, nena! Yo soy el señor B y tú la señora B. O lo vamos a ser.
–No somos nada, no somos nadie –dijo ella– sólo dos críos tontos, un par de desgraciados, lágrimas en la lluvia, como decían en aquella película.
Pero él dio un salto y la calló con otro beso
–¡Y qué! –dijo, mientras pensaba que el mundo no podía ser más perfecto.

 

 

 

 



Fuente:

Catálogo "Mundo B" de Mavi Escamilla. Universitat de València. Fundació General Patronat Martínez Guerricabeitia. Centre Cultural La Nau. Valencia, 2015