Charris
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LA SEÑALÉTICA DE LA ALTERIDAD

2016

Fernández Porta, Eloy

Universal, 2015. Óleo sobre lienzo. 200 x 300 cm.

Universal, 2015. Óleo sobre lienzo. 200 x 300 cm.

Universal, 2015. Óleo sobre lienzo. 200 x 300 cm.

The Tiki Bar is Closed

El título que encabeza estas líneas suscita una extraña sensación. Sabemos bien que los locales de inspiración polinesia han sido siempre lugares simulados: que la madera de la pared es material sintético, que las copas en forma de cabeza tiki se producen en serie, que la camisa floreada que visten los camareros fue fabricada en Hong Kong y se vende en el Carrefour –que el cóctel frutal, en fin, es un lingotazo de Fruco con alcohol de garrafa. Y cuando acudimos a uno de esos sitios no esperamos encontrar la Alteridad, sino que exigimos Lo Propio con disfraz exótico. Colonos de los signos más remotos, no nos hace falta creer en la verdad del espacio; nos basta suponer que algún otro de los habituales del bar sí lo hace. Él será, entonces, el indígena, el buen salvaje en la selva de los simulacros. Pero entonces, si al llegar al local lo encontramos cerrado, ¿cómo explicar la leve desazón que nos invade? Si nuestra visita era solo una ceremonia, ¿de dónde procede esa impresión de pérdida? ¿Podemos, acaso, echar de menos aquello en lo que nunca habíamos creído?   

Esta señal indica que está usted lejos

The New Urban Slide/The Tiki Bar is Closed es el título bimembre de la canción con que se cierra el disco de Mike Cooper Rayon Hula (2005). El guitarrista inglés, maestro de la improvisación, experimentador del blues y gran coleccionista de camisas floreadas, comparte con Ángel Mateo Charris el trabajo con la imaginería tiki entendida como gigantesca caja de resonancia de una cultura que, producida en los años cincuenta, nos llega en forma de ecos y recuerdos de un momento de bienestar que no volverá. En la música instrumental de Cooper los acordes herrumbrosos de una guitarra lap steel punteada se combinan con el gamelan, el ukelele y las grabaciones de campo de aves y olas –que evocan, a su vez, los samples fundacionales de Martin Denny- para ofrecer un demorado ambient natural. Con frecuencia toma como referente las antiguas películas que construyeron el mito pastoral de la Polinesia. En algunos casos ha tocado en directo la banda sonora de algunos clásicos del género, como el Tabú que Friedrich Murnau rodó en Thaití en 1931. Pero con más frecuencia sus discos, como Fratello Mare, que se ha editado mientras Charris ultimaba este libro, usan el cine como un referente de segundo grado para evocar un mundo remoto. 

En una reciente entrevista realizada por Juan Monge para Rockdelux Cooper ha revelado algunas claves de la aproximación contemporánea a la exotica. Para Cooper este estilo musical –cóctel de estilos, más bien- se define por su capacidad para crear la impresión sonora de “la lejanía”. Es una operación realizada con las distancias, en la cual el eco, la resonancia y la parsimonia en la ejecución del riff ofrecen una impresión de estratificación en el tiempo. Su uso del lap steel está fundado en una analogía naturalista: “el loop perfecto es como la ola perfecta”. En este sentido, podemos decir que su trabajo se enmarca en una línea que usa técnicas lo-fi para crear una pastoral electrónica, y que podría remontarse a los Cluster de Sowiesoso. “Suave y lento” es la traducción que propone para otra palabra polinesia: nahaneae, un término habitualmente empleado para referirse al tono que caracteriza el sentido “local” del ritmo y de la existencia. 

Esta sería la música a la que aluden aquellos cuadros que, en Los Mares del Tiki, empelan la referencia al sonido como un elmento de la falacia patética. Uno de ellos, Merry Christmas, muestra una escena que podría muy bien titularse El blues tiki de la temporada baja y de las Navidades solitarias ante una piscina vacía y bajo una luz hopperiana. El sentimiento de melancolía se ha construido aquí por medio de una agregación de referentes gestionados en distintos grados de proximidad y alejamiento. Está dinámica incluye correspondencias multiculturales –el blues y la exotica se combinan en un continuo que sería parte de un folk universal-, solapamientos coloniales –la tristeza del blues se ha “impuesto”sobre la alegría de la música popular polinesia- y analogías espaciales –el hogar recordado y el silencioso bungalow. A su vez, el misterioso retrato de Lotus Eater, el “artista naïf” inventado por Charris, su heterónimo, tocando un ukekele al altardecer, se erige en icono de un folk primordial, que en la crítica musical contemporánea se ha configurado como la forma del retorno a la naturalidad analógica en una época de dominio de lo digital y lo producido. Las melodías lastimeras, en fin, tocan cuerda y fibra de la nostaliga por un pasado que, como señaló Fredric Jameson, nunca existió. Y, al hacerlo, incorporan, como rasgo íntimo del sujeto, un sentir de la Filosofía de la Historia: la pérdida de la posesión material de los territorios y, con ellos, de los significacados transnacionales que se les asignaron. 

Good Taste

La melancolía devuelve a la vida lo que estaba muerto. Esta es una de las posibles interpretaciones de la leyenda que está escrita en la tumba de Robert Burton: Melancholy Gives Live and Death. El ánimo melancólico no se propone restituir, con un movimiento de anámnesis, lo que ya no se tiene, sino que instituye en el imaginario aquello que nunca estuvo allí. Vivimos rodeados de fantasmas, y el ímpetu melancólico hace, de los fantasmas, espectros, que no van a desaparecer porque nunca existieron. 

Burton se tomó grandes trabajos para intentar diferenciar la melancolía del ridículo. Y, aunque pudiera decirse que a nivel conceptual lo logró, la frecuencia con que figura ese segundo término en su clásico tratado, y los abundantes ejemplos, lo hacen aparecer como un hermano bastardo del primero. Todo ello ocurre en un texto que, por su profusión de citas, apropiaciones y llamadas, cualquier lector de hoy habrá de llamar  “palimpsesto”. El sentimiento que nos ocupa, pues, aparece, desde sus inicios, como una huella (en las citas de autoridad) y como una huida (escapar al ridículo es tan importante que en algunos momentos lo melancólico solo puede definirse, por vía negativa, como “la afectación que ha logrado evitar el ridiculum”).  

Así pues, para ser plenamente moderno el humor melancólico necesitará dos atributos: la erudición y la vergüenza. Le será preciso frecuentar la historia de las apariciones espectrales, distinguir su textura, su circulación y sus modos de emergencia. Y, por conocerlas, se convertirá en historiador de las malas formas, pues muchas de las imágenes que alimentan esa insaciable sed de espectros resultar ser placeres culpables, efusiones de mal gusto. Podemos verlo en uno de los cuadros que anteceden y prologan esta serie, Pacific Nostalgia (Et in arcadia ego). La imaginería de la postal y el cafarnaún de iconos turísticos entra aquí en interferencia con un verdadero sentido de la pérdida encarnado por una pareja: la japonesa y el inglés que contemplan, de isla a isla y ante un volcán intermitente, sus posesiones perdidas. En esta escenografía del tener y el no tener el memento mori aparece en medio de un Todo a Cien Polinesio, y es un elemento que en la iconografía actual ya no representa la muerte: la calavera tiki, popularizada en las películas de terror y usada como elemento escénico por bandas de surf rock como Los Tiki Phantoms.

La pintura moderna viene manteniendo, desde hace al menos un siglo, una larga relación de amor ilícito con la melancolía vergonzante. Comenzó cuando De Chirico decidió abandonar sus paisajes metafísicos y, para desesperación de sus compañeros del movimiento surrealista, que renegaron de él, se empleó en retratos seudoclasicoides que, en muchos casos, parecían una imitación incompetente de las obras que lo habían hecho célebre. El De Chirico malo halló un compañero de viaje en otro artista de vanguardia descarriado, Francis Picabia. En sus obras tardías la composición pompier de las figuras se mezclaba con los códigos de la pintura de motel de carretera, suscitando un efecto de sublime bochornoso. Estas propuestas, que en su momento fueron recibidas como una trivialización americanoide del legado vanguardista, van a alcanzar su legitimidad cuando, en los años ochenta, sean retomadas por la corriente del bad painting y, en particular, por David Salle, quien define un modelo de collage problemático –que, en sus flows realizados en 2006, incopora la máscara primitiva- cuya influencia llega, en el arte español actual, hasta propuestas postpictóricas como la del dúo Aggtelek, cuya instalación Tiki Room (2012) está emparentada en Los mares del Tiki. En Tiki Room la técnica para realizar pintura mala se ha sofisticado considerablemente: ha consistido en crear collages que son enviados a China donde fueron reproducidos al óleo. No viaja el creador, pues, sino la “obra”, que pasa por un itinerario de producción mecánica y globalizada de signos. Estas falsas pinturas se disponen en una sala que ha sido decorada con motivos étnicos. Tikilandia es lounge.

Como nos muestra el cuadro Good Taste (2012), en esta mezcolanza de los códigos de valoración la antaño confortable noción de “buen gusto” aparece como un enigma central, indefinible: es una construcción arquitectónica dispuesta en la ladera de un monte, mitad dolmen sagrado mitad escultura abstracta.  

 

Ceci n’est pas un fake

Desde que representó la condición del artista joven por medio de la imagen de un nudo de señales cada una de las cuales contiene el nombre de un maestro –e indica una dirección distinta- en la pintura de Charris las señales siempre han jugado un papel relevante. Cartelas, signos, indicios o iconos; lemas cuya tipografía discute o niega el contenido. Cuando, en los años noventa, se propuso, para su pintura y para la de otros compañeros de generación, el membrete “metafísica”, él creyó preferible sustituirlo por otro más preciso:  “supercalifragimetafísica”. Y, en efecto, uno de los rasgos que diferencian su trabajo de las inflexiones esencialistas en el misterio del paisaje es su uso de la ékfrasis: la inserción de lemas, rótulos y términos clave que desubliman el espacio pero también lo complican. Como si De Chirico, en vez de situar su urbanismo visionario en plazas neoclásicas soñadas a media tarde, las hubiera presentado en el cafarnaún señalético de la ciudad de Alicante, donde cada tienda tiene su rótulo artesanal y compiten en cada calle las tipografías más dispares. 

En la serie presente pueden verse dos casos complementarios. Una es la señal de tráfico muda, que no da información alguna y que, dispuesta en un ramillete de indicaciones silenciosas, invita al transeúnte, como aquel mapa minuciosamente elaborado por Lewis Carroll en La Caza del Snark (“a perfect and absolute blank!”) a encaminarse hacia ninguna parte en varias direcciones distintas. En el otro extremo, tenemos la señal hipertrofiada, un rótulo en tangente pintado sobre un cristal que, contemplado desde el interior del local donde está dispuesto, remeda los óloeos de miríadas de reflejos hiperrealistas de Richard Estes. Las dos series de señales pueden entenderse como sendas dimensiones de la producción de los signos en un régimen icónico colonial. Por una parte, el territorio a colonizar, la terra incognita, se convierte en tabula rasa: lienzo en blanco sobre el que se va a crear una autoctonía supuesta, imaginada, abierta a sugerencias. Por otra, la dialogía de signos que se produce cuando los “signos indígenas” se le aparecen a la mirada del colono, de manera simultánea, combinadas con el archivo de signos que lleva en su equipaje.

“Paul Gauguin había abandonado Europa no con la intención de encontrar un arte nuevo, sino para librarse de la presión claustrofóbica de lo viejo, para introducirse en un vacío que pudiera llenar él solo”. Estas palabras de David Sweetman, incluidas en su biografía del pintor parisino, resumen bien el punto de vista más extendido acerca del mecanismo de la pasión orientalista por el Pacífico Sur que empieza a arrebatar las artes francesas en el fin de siglo. Más específica e interesante es su hipótesis acerca del momento inaugural en que se produjo ese asimétrico “encuentro entre culturas”. Sweetman se atreve a poner le fecha: el 26 de agosto de 1895. Ese día Gauguin, en ruta en su segundo y definitivo viaje a Thaití, hacía escala en la ciudad neozelandesa de Auckland. Su intención era visitar el Auckland Museum para contemplar por sí mismo aquellas piezas de artesanía polinesia sobre las que tanto había supuesto y escrito en su correspondencia, y que aún no había tenido ocasión de contemplar. Cuando se encontraba ya a pocas calles de la pinacoteca un rótulo llamó su atención. Decía “Craig’s Museum” y estaba escrito sobre una tabla de madera, el mismo material del que estaba hecho un edificio de dos plantas. El Museo de Craig era, en realidad, una tienda de recuerdos dedicada a la venta de memorabilia “tradicional”, en muchos casos realizada pensando en el creciente mercado de coleccionistas europeos. En el bazar estas piezas de creación muy reciente compartían espacio y precio con otras auténticas. 

Gauguin pudo admirar –ya que no distinguir- esos diversos tipos de obras, y después de un rato salió de la tienda convencido de haber visto cosas que en el Auckland Museum no podría ver. No se equivocaba del todo. Al llegar a la pinacoteca se dirigió de inmediato a la sala principal, donde había de estar la colección etnográfica. Y la encontró, pero dispuesta de manera muy singular. Debido a una reestructuración de los fondos del museo, de la que él no había sido informado, una sección amplica de la colección había sido desplazada provisionalmente y, contravinendo todo principio de la historiografía positivista, compartía espacio con fondos de arte europeo, a su vez desordenados, de modo que en el campo visual las copias en yeso de estatuas griegas convivían con una gigantesca canoa.

 Las notas apresuradas y apasionadas que Gauguin tomó en los dos lugares fueron incorporadas a un cuaderno en que los especialistas han reconocido una fuente importante de inspiración para el último tramo de su carrera. Ese carnet d’Auckland, con sus observaciones sobre el falso museo que contenía, disimuladas entre los similores, piezas verdaderas, y sus notas sobre el auténtico museo que desplegaba, con obras polinesias auténticas y piezas europeas copiadas, un discurso histórico incoherente, constituye el texto posmoderno avant la lettre sobre Tikilandia y anticipa, con humor involuntario, uno de los rituales favoritos de la museística actual: la autocrítica del museo, esa danza moderna en que un artista contemporáneo interviene en un centro etnográfico.

Esta lógica del registro y el lapsus, la anarchivística colonial, galvaniza, en la obra de Charris, en un motivo recurrente: el Archivo del día presentado como mercadillo. Es el motivo que ha organizado sus diversos cuadros sobre bienales y bienalismos, como That’s Entertainment!, así como, en su serie sobre Mali, la marketización extractiva de lo local. El gabinete de curiosidades y el bazar son el verdadero modelo de la presentación de las “riquezas locales”, y el marchante juega el papel de vocinglero o charlatán. Lo encontramos de nuevo,con rigurosa ironía, en Los Mares del Tiki, en la que podría ser considerada su pieza principal. Se trata de Los saqueadores, que presenta los bienes expoliados, en esos diversos niveles de registro y equívoco en el mejor espacio en que podrían estar: al aire libre, en un paisaje boscoso convertido, también él, en musée imaginaire y sala expositiva permanente.  

 

PAUL GAUGUIN 1903

El cuadro sobre la tumba del Maestro nos muestra, a su vez, cómo esa lógica se ha prolongado en otro espacio de culto. Sobre los restos mortales de Gauguin sabemos que reposan en algún lugar del cementerio cristiano de Autona. Comoquiera que la localización exacta es desconocida, las autoridades locales buscaron un espacio que fuese lo bastante amplio y acogedor como para erigir un panteón que hiciera posible las tareas de duelo, memorial y visita turística. Realizado en piedra y con el nombre del finado escrito en letras amarillas, fue erigido en 1921. Desde entonces se le han ido añadiendo otras obras alusivas, la más conocida de las cuales es su escultura Oviri (1894). La estatuilla representa a una diosa thaitiana del duelo, cuyo culto había decaído ya cuando Gauguin llegó a Thaití, y su nombre significa “salvaje”. La imagen, pues, se relaciona con la programática de Gauguin -“je suis un sauvage”- y solo de manera anacrónica con una de las tradiciones locales. O más bien representa una de las relaciones que el pintor transterrado se propuso tener con su tierra de acogida, y que no siempre fue de integración, como muestra este fragmento de una carta dirigida a uno de sus colaboradores: “pinté las ropas de amarillo verdoso porque el tejido de estos salvajes es diferente al nuestro” [subrayado mío]  

Ese destino póstumo cobra una nueva ironía cuando tomamos en consideración las ideas que Gauguin había expresado sobre la forma monumental. “Los grandes monumentos”, había escrito, “siempre se hacen bajo el régimen de los potentados. Creo que las grandes cosas no pueden ocurrir bajo ese poder”. La frase, precedida por una execración de la nobleza y proseguida con un elogio a las cualidades primordiales del barro, se encuentra en un pasaje de su Cahier pour Aline, un cuaderno escrito en 1892 y recorrido por la fraseología del menosprecio de Corte francesa y alabanza de aldea polinesia. La (supuesta) destinataria del texto, su hija Aline, nunca llegó a leerlo, y se editó de manera póstuma. No creo que quepa lamentarlo, pues resulta obvio que, más allá del amor que profesaba a su hija favorita, el texto no requiere a esa lectora en particular: lo que necesita es que la imagen mental de la salvaje funcione como un mediador entre el autor y sus lectores europeos –y para ello es preferible que la persona que oficia como referente real de esta imagen no haya leído.   

Ese es el lugar de peregrinación en el que Charris dispone sus postales de hermosas nativas de los años cincuenta. La mirada colonial impone categorías escópicas desarrolladas sobre espacios en los que esos modos de ver no corresponden. Una de las más importantes es la tipología de la imagen erótica. El territorio remoto es conquistado escópicamente en la medida en que se le asignan unas cualidades sensuales determinadas –a la vez que se le niegan las capacidades intelectivas que se suponen incompatibles con aquellas. Así, cabe distinguir entre un primitivismo hardcore y otro softcore. El Congo es hardcore: libido desbordada y salvaje, exceso de goce vinculado a inenarrables prácticas rituales. Charris había abordado el tema congoleño en su serie gráfica desarrollada a partir de de El corazón de las tinieblas, donde puso el énfasis en las prótesis visuales -el catalejo, los binoculares y las gafas-, representadas como la mirilla de un arma. En cambio, en la máquina de visión colonial la Polinesia ha sido codificada como softcore y vintage erotica: es un posado elegante de Sandy Warner en paraíso inventado, con sensualidad etérea, pastoral, de humedad moderada, y vinculada a una naturaleza ajardinada y acogedora. En una época como la nuestra, en que el porno duro es omnipresente, en que Playboy deja de publicar desnudos, vuelve la erotica es revalorizada como modalidad más civilizaada de la figuración libidinal, y la Polinesia se nos aparece como la última reserva naturaldel softcore: una revista expandida. 

 

El tramo de mar que está bajo este cartel es tabú

Un grupo de mujeres, ataviadas con riguroso velo al más puro estilo del Estado Islámico, pasea por la playa. Una casa vacacional aparece cercada por un signo que, en vez de decir “Aquí vive uno del Celta” o “Proibido aparcar seabisa GRUA”, dice “Tabú”. En la película que Murnau que hemos mencionado más arriba, y a la que se ha dedicado el díptico final de Los mares del Tiki, esta señalética delirante aparece también en una escena memorable: un plano fijo del mar en que podemos ver, en medio de la inmensidad, un rótulo que, dispuesto sobre una boya, advierte sobre la presencia de tiburones en las profundidades. 

Límites pintorescos y decorativas prohibiciones recorren el hortus conclusus polinesio, engendrando un modo singular de relacionar la interdicción y la permisividad. Esta escenografía da cuenta de un proceso de translación, recodificación y préstamo en el cual, desde principios del siglo XX, el espacio geográfico al que nos referimos fue conquistado, en oleadas sucesivas, por varias áreas de saber. Ante la indiferencia de la naturaleza, bajo la mirada aquiescente de los ídolos de la Isla de Pascua, se desarrolló una lucha por la posesión cognitiva del territorio. La antropología fabuló una Polinesia ancenstral y bailonga, una cuna moderna de los argumentos universales. Los saberes antropológicos fueron utilizados, en el contexto del psicoanálisis, para elaborar un un perfil de la neurosis en que el repretorio de actitudes y comportamientos del “salvaje” se convierten en una etología. El neurótico obsesivo se avergüenza de sus temores; el indígena podría no avergonzarse, de modo que la economía del miedo se reparte entre una prohibición consciente y una tendencia inconsciente. A su vez, la idea de la tribu como estado primordial de la civilización dio pie a la sociología para proponer un análisis de los vínculos, asociaciones y comunidades en términos tribales. 

”Una palabra polinesia cuya traducción se nos hace difícil porque no poseemos ya la noción correspondiente.” Esta es la primera referencia con la que Sigmund Freud empezaba, en el año 1912, a ensayar su influyente definición del término “tabú”. A fin de compensar esa falta originaria en la traducción Freud propone un sinónimo relativo: “temor sagrado”, el que siente el salvaje en presencia de lo prohibido. La traducción aproximada añade un nuevo significado, del que el texto no siempre da cuenta: es el propio miedo el que adquiere un carácter intocable, indiscutible; se hace preciso creer en la relevancia de esa emoción en la vida psíquica. Y es que el diccionario thaitiano-español siempre habrá de tener un idioma puente: el freudiano. En ese diccionario las definiciones son siempre menos decisivas que las frases-ejemplo, que se convierten en naraciones atávicos –cuentos negros para hombres blancos, como dice otro cuadro de Charris- en las que cada término adquiere un dramatismo y una sonoridad primordiales.

En vano trata de advertirnos Freud, en sus narraciones telúricas, que “se equivocaría aquel que en estas macabras costumbres, tan horribles para nosotros, viera una intención irónica”. La ironía que es consustancial a su propia descripción fue captada, y cuestionada, por Broniskaw Malinowski, quien, en una nueva inflexión sobre el problema del primitivo, propuso una definición distinta del tabú. Malinowski interpreta el sentimiento de temor desde una perspectiva menos psicoanalítica y más sociológica. Señala que el sistema de interdicciones no constituye un “complejo” inscrito en un supuesto “inconsciente universal”, sino una lógica emocional racional, preventiva y adecuada a una situación, que forman un sistema de sentimientos correlacionados. Porque “las emociones humanas”, señala, “no flotan en un espacio vacío” –en el vacío social de la tribu-, “sino que están agrupadas en torno a una serie de elementos, formando sistemas bien definidos” 

Esta idea explica el efecto estético que suscitan los irónicos signos de prohibición flotantes que Murnau filmó y Charris ha pintado. En ambos casos nos encontramos con indicaciones que tratan de de poner puertas al campo, y que, más que advertir de un peligro, señalan la arbitrariedad contituyente a la selección del objeto de la prohibición, que es intercambiable. Si, como bien señaló Malinowski, “la idea de una actitud reprimida aislada es inútil para la sociología”, esa inutilidad es representada por medio de carteles que indican también cómo en la construcción cultural de Tikilandia el prestigio de la prohibición, su efecto reverencial y severo, está en franca contradicción con su otro mito libidinal: el de una sexualidad edénica, inocente y sin culpa –o sometida a las preocupaciones más anodinas, como el ¿Cuándo te casarás? pintado por Gauguin en1892. Es el resultado de un Occidente neurótico que, cansado de sus propios fantasmas y de su propia rendición a la doctrina del psiconanálisis, los ha trasladado a un espacio en que las complejidades de la economía psíquica se resolverían con un acto de magia: en Tikilandia tendremos sexualidad sin sociedad, prohibiciones sin fundamento y órdenes sin efecto. 

 

¡Atención!Si tu pareja pronuncia las palabras ‘Bora Bora’ eso solo puede significar que tu relación se está yendo al garete

En varios momentos de esta serie los dispositivos espaciales e iconográficos de contemplación del paisaje son estudiados y desarticulados, de modo que la calidez del terreno es enfriada por medio de una mirada técnica. El caso más notorio es El polinesio, donde el motivo del caminante asomado al paisaje ha sido reelaborado de modo que la rückenfigur es un “indígena moderno”, decorado con tatuajes “de tribu urbana”. Así la temática de la contemplación entendida como experiencia de desposesión se traslada a una vivencia del robo de los signos. El indígena-turista es y no es del paisaje, lo tiene y no le pertenece. Esta deconstrucción del espacio contemplativo aparece a su vez los óleos dedicados a Bora Bora, el principal de los cuales es una triste pintura de orilla donde el juego de las perspectivas a pie de playa configura un lugar que, con su silla plegable y su árbol muerto, aparece desolado y decepcionante. 

Pues, ¿acaso las palabras “Bora Bora” no se han convertido en el tabú verbal del cine contemporáneo? Cuando las pronuncia, en una película noir, un personaje, son una doble sentencia de muerte: significan que quiere huir de la ciudad, que con tal de conseguirlo está dispuesto a todo y que morirá en el intento, no sin antes llevarse a alguien por delante, de manera accidental o voluntaria, pero siempre como un sacrificio, necesario e inútil, en nombre de Bora Bora. Si la película es un drama amoroso las palabras certifican que la relación está acabada y que el único modo de sostenerla es enunciar un escenario exterior, un locus amoenus al que tampoco llegarán nunca. 

Quizá la obra que mejor haya representado la cualidad de Bora Bora como escenario verbal sea la película de Francis Ford Coppola Corazonada. Como en todas las comedias románticas la frase maldita es pronunciada por una mujer, que, a la sazón, trabaja en una agencia de viajes. Pero en este caso la dinámica entre el lugar material y el escenario remoto ha cambiado. Porque la ciudad en la que residen los amantes es Las Vegas, la urbe simulada por antonomasia. Y esta ciudad copiada la entrevemos en sus reflejos de neones en escaparates en construcción, en personajes que fingen tener trabajos que no tienen, en escenas de musical que, citando un romanticismo de Busby Berkeley, ensayan la banda sonora de un sentimiento al que los bailarines ya no tienen acceso. Es un Las Vegas of the mind, una intermitencia de neones de la que no es posible escapar porque solo existe en la geografía del inconsciente. Y así, cuando la anhelante protagonista dice “Bora Bora” ese lugar adquiere una verosimilitud que en las representaciones cinematográficas anteriores nunca tuvo. Las Vegas, imagen de la metrópolis copiada que define la urbanística del siglo XXI, es un fantasma: está allí, en un rincón del desierto de Nevada, pero no existe. En cambio, la Bora Bora invocada desde ese oasis de neón, es un espectro: existe, aunque no esté presente. 

 

Al fondo a la izquierda está la curva más grande de la isla

En su más reciente concierto en Barcelona, en la confortable estrechez del bar Heliogàbal, en el antiguo pueblo de Gràcia, una treintena de espectadores nos apiñábamos para ver a Cooper, floreado en su rincón, desgranando las melodías de su lap steel y acompañándolas, muy de vez en cuando, con una letanía susurrada de chamán antiguo. Algo de la remota amplitud del los paisajes polinesisos se hacía presente entre las estrechas paredes de piedra del local. No muy lejos de allí, a unos cincuenta metros entre las empinadas y estrechas callejas del barrio, había estado el bar que regentó, a mediados de los años noventa, Carlos Pazos. Se llamaba Jerrix y su piso superior tenía un reservado, presentado con ironía como club de fans del artista, tan pequeño y abigarrado como el local en que él mismo aparece, en esta serie pictórica. 

Estrechez y amplitud.

“Atención ahora, niños, que viene la curva más grande de la isla”. El poeta canario Andrés Sánchez Robayna recuerda de esta manera un momento de su infancia en que su padre, que conducía el coche, le ofreció, con esa sencilla frase, la imagen de lo insular. Porque la isla es el más mental de los lugares y, como señala Robayna, se empieza a imaginar a partir de un gesto en el aire. Ese gesto suscita una “intensificación del espacio” que otorga a los objetos y personas que en él se encuentran una cualidad poética. 

Tikiland is enclosed: correlación singular entre dos dispositivos territoriales. Está, por supuesto, la metrópolis y la “ruralidad”. Pero también el progresivo estechamiento de la ciudad gentrificada, que se contrapone a unas panorámicas abiertas que queremos creer cada vez más vírgenes, aun cuando la expansión del turismo las va haciendo cada vez más previsibles. Y cada uno de esos locus lleva consigo un elemento imaginario. Alguien, en la ciudad, supone la lejanía, y en esa suposición hay un tercer espacio mediador: el oasis de bienestar que representaron los prósperos, esteticistas y deliciosos Estados Unidos de los cincuenta: ese remanso de paz en la Historia del siglo pasado al que, a su vez, solo se puede acceder haciendo escala en Tikilandia. La perspectiva visual desde la que mejor puede contemplarse este panorama es la que adoptan muchos de los personajes de esta serie: de una isla a otra.

De ahí la última fructífera paradoja tikilandesa: algunas de sus representaciones más convincentes se han realizado en lugares estancos, minúsculos, inhóspitos o periurbanos. Como el Nottingham industrial, donde Paul Isherwood y Wayne Burrows han llevado a cabo su reciente Exotica Suite (2015), un excelente álbum de spoken word basado en un volumen de relatos de Burrows. O como el Detroit desmantelado, esa ruina del siglo XX, cadáver viviente de la industria del automóvil, donde el dúo Kava Kon ha compuesto su Tiki for the Atomic Age (2009), otra de las buenas aportaciones a la renovación de la exotica. O como las galerías, en fin, donde se expone Los Mares del Tiki, en cada una de las cuales la intervención de Charris ha entreabierto una puerta que da a la más amplia curva del archipiélago más lejano. 

 



Fuente:

Libro "Los mares del Tiki", 2016.