LOTUS EATER: NOTAS PARA UNA QUEST
2016
Bonet, Juan Manuel

Lotus Eater: La playa, 2016. Óleo sobre lienzo. 200 x 300 cm.

Interesado de siempre por las máscaras, por las personae, sobre los pasos de Pierre Louÿs (Les chansons de Bilitis), y del Barnabooth de Valery Larbaud, y de Max Aub (Jusep Torres Campalans, pero también la proeza que supone la Antología traducida) y naturalmente de Pessoa y sus heterónimos, yo mismo he practicado ese arte, como Pavel Hrádok. Por eso acudo gustosísimo a la llamada de Ángel Mateo Charris, para dar cuenta de su descubrimiento polinésico, Lotus Eater, para el lanzamiento del cual cuenta con la simpatía y la complicidad nada menos que del sueco norteamericanizado Sven A. Kirsten, autor de esas sumas enciclopédicas que son Tiki Style y Tiki Pop, ambos en Taschen, y a este respecto he de decir que me ha admirado siempre la capacidad del pintor cartagenero para dar, cuando se embarca en una superproducción internacional, con los cómplices adecuados: ya sea Gail Levin en el caso de sus incursiones en compañía de Sicre en el encantado país de Edward Hopper, ya sea Luc Tuymans en el caso de lo mismo y con el mismo acompañante por las brumas septentrionales de Léon Spilliaert, ya sea ahora Kirsten, EL especialista en estas historias de los Mares del Sur.
Hergé, es decir, Tintín, ha sido, de tiempo inmemorial, uno de los referentes fundamentales de Charris. Aunque no sea su mejor álbum, ahí está Vol 714 pour Sidney para testimoniar que el genial ilustrador belga también se asomó a los Mares del Sur, por los cuales lo precedieron Herman Melville, Stevenson, Jack London, Pierre Loti, Joseph Conrad –recordemos la incursión africana de Charris, a partir de El corazón de las tinieblas-, Paul Gauguin, Victor Segalen, Somerset Maugham, Matisse que no se llevó pinceles sino cámara de fotos, Jean Charlot que tras México eligió el camino de Hawaii… También cineastas como Robert Flaherty o Murnau –que cuando rodaba Tabu coincidió en Tahiti, 1930, con Matisse- o ya más cerca de nosotros Francis Mazière. Fotógrafos: Roger Parry (su Tahiti, publicado en 1934 por Gallimard, es una pequeña obra maestra: ver por ejemplo las imágenes tituladas Une des goélettes qui relie les îles à Tahiti-, Coucher de soleil avec une ombre chinoise et une goélette y Coucher de soleil devant la passe de Papenoo), su colega local tahitiano Lucien Gauthier, Walker Evans, y los de National Geographic (por ejemplo: Luis Marden o Maynard Owen Williams), y los de Life (por ejemplo: Ralph Crane o Eliott Elisofon), y los de Vogue (por ejemplo: Toni Frissell y sus espectaculares fotografías de 1938, de surfistas en Hawaii). Y por supuesto sabios y exploradores como Margaret Mead o Thor Heyerdahl. O volviendo al séptimo arte, los cineastas del Cinerama de nuestra infancia, aquel South Seas Adventure (1958), obra coral que nos deslumbró cuando, en la Navidad de 1961 (una vez más: muchas gracias, hemeroteca virtual del diario ABC), y como Aventuras en los mares del Sur, se estrenó en el Albéniz, aquel teatro convertido en cine próximo a la Puerta del Sol, establecimiento que entonces tenía la exclusiva de aquel invento, que, hélas, resultaría de corta duración, y en ese sentido Charris, nacido un año después de aquel estreno madrileño, no tiene memoria del mismo, ni de esa cinta. En mi memoria, Polinesia es también la difunta librería Kon-Tiki, vecina del Liceo Francés de Marqués de la Ensenada. Luego vendría la frecuentación del Bar Hawaiano Mauna Loa, que sigue abierto en la plaza de Santa Ana: el equivalente del difunto Waikiki cartagenero, frecuentado por Charris, que ahora conoce muchos locales de ese tipo, especialmente de los Estados Unidos, que fue donde arrasaron.
En 2015, Charris presentó en Barcelona (Trama) y Santander (Siboney) su ciclo Los mares del Tiki, en parte adelantada el año anterior, en su ciudad natal, en Una de aventuras (Centro Cultural Cajamurcia), y parte de la cual se verá en este otoño de 2016 en Valencia, en My Name’s Lolita, y luego en Cartagena, en La Naval. Hay en este ciclo, obras fantásticas. Un aeropuerto tintinesco, en la onda de aquel de September Song (2002), el cuadro que lo representa en el Reina Sofía; tintinesco, y sincrético, que si bien el pintor ha partido de una foto que tomó en uno de las Islas Marquesas, los moais obviamente son… los de la Isla de Pascua, que reaparecen en otro cuadro, mezclados con un Henry Moore monumental con algo de cicládico, y con una Hermana Gilda pasada ella también a piedra. La tumba de Gauguin. La apología de Somerset Maugham, a cuyos libros hace tiempo que no vuelvo. Una piscina que recuerda alguna de César Manrique en Lanzarote. Un retrato de Hemingway, “que no estuvo allá”, y otro de Murnau que ya hemos dicho que sí estuvo, y otro del gurú Sadhguru, y otro más de un Stevenson (título livingstoniano: Mr Stevenson, I Presume?) oculto tras una máscara local, y otro del amigo Carlos Pazos “en Tikiland”. Un Aviador solitario, sentado en un muelle, de espaldas, frente al mar, un aviador en horas libres –qué importante es en este caso el título- que me trae a la memoria aquellos contempladores de hidroaviones, por Deineka, allá a orillas del Mar Negro, en la difunta URSS, de la cual el pintor fue el Hopper. Un salacot a lo Larbaud / Barnabooth en la noche, que en Siboney utilizaron como tarjeta. Un mítico bar tiki. Una Église en francés, moderna de estilo incierto. El interior de Una celosía havaiiana del gran Vladimir Ossipoff –todo un descubrimiento, y mi agradecimiento al pintor por habérmelo brindado- mezclada con una mesa de Noguchi. Un niño junto a una goleta, en un muelle, soñando en Las islas del tesoro, imagen que obviamente nos lleva hacia Stevenson, pero también hacia Baudelaire y su Invitation au voyage, o hacia el bordelés Jean de la Ville de Mirmont y su Horizon chimérique, libro del que casi sólo se acuerdan los admiradores de su versión musicada por Gabriel Fauré. Un Polinesio contemplando una ensenada. Una Maison Tiki. Un volcán, otro más de quien nos narró sus Días en Volcanovia. Un rutilante homenaje azul y neozelandés al capitán Cook. Otro, al paso, al citado National Geographic, del cual Charris obviamente no podía no ser adicto. Unos Saqueadores que entre su botín se llevan ese arte oceánico que tanto fascinaba a los surrealistas, pero también alguna pieza de Brancusi. Y Universal (1939), dos metros de alto por tres de ancho, con su mapa de Oceanía del gran Miguel Covarrubias, Isla de Pascua incluida, y su atmósfera prebélica y de espionaje, por un lado muy Casablanca-Gibraltar-Istambul-Lisboa... Buena cosecha, buen cargamento este, traído de un viaje realizado en el invierno 2013-2014, que por lo demás no era el primero que hacía el pintor a esa zona del mundo, ya que en 2008 había estado en Hawaii. Del viaje, y de sus consecuencias laterales: hay también una ironía mesetaria, en cual, pensando en el atolón atómico de Bora-Bora, que le inspirado alguna obra, el pintor evoca, en Borox-Borox, el pueblo toledano donde según me cuenta, se produce la mayor parte de las copas de los bares hawaianos de la península…
Ahora, una vuelta de tuerca más, de la cual Charris me informa durante una cena con Gonzalo Sicre, Lina Davidov y otros amigos, en un restaurante de couscous del Boulevard Saint-Germain, enseñándome algunas imágenes en el móvil, que me dejan deslumbrado: la aparición de Lotus Eater, pintor de las Islas Marquesas, “retratado” precisamente en uno de los cuadros más rotundos de la exposición del año pasado, un cuadro en que está sentado tocando el ouka-lele, delante de un paisaje edénico, con una máscara tiki cubriéndole el rostro. Juego de máscaras: ahora lo que nos propone Charris son los cuadros pintados por su alter ego marquesiano, sobre el cual por lo demás nos da pistas muy valiosas en su texto para este mismo volumen “La verdadera historia de Lotus Eater”. Alter ego que en realidad al parecer no se llama como firma, sino Valentín Ossipoff, aunque resulta que pese a la coincidencia de apellidos, su colega y descubridor nos precisa que nada tiene que ver con el gran arquitecto antes mencionado. Y que además no es ruso, ni natural del archipiélago, sino… uruguayo, judío uruguayo (como José Gurvich, por ejemplo, nacido en Lituania, y autor de cuadros tan bonitos sobre el barrio judío de Montevideo), varado en Nuku Hiva. Galería de espejos…
Cuadros simples, rutilantes y felices, que suponen, me decía el pintor en un mail del 7 de octubre del año pasado, “acabar de una vez con el charrismo”… nada menos. Acabar con una manera, con lo manido, con lo sabido, con un cansancio de sí mismo. Recomenzar, un poco lo que quiso siempre Gauguin, especialista en huidas lejos.
Un Paquebote –el Paul Gauguin, precisamente, el PG, que recorre las islas- entrando en puerto, con todos los camarotes encendidos: la primera imagen con la que se va a encontrar el lector en este libro que tiene en las manos. Un recuerdo al hecho de que este Paraíso es explotado turísticamente, y de que la vieja cultura de las Marquises sigue reproduciéndose hoy ad infinitum, una veces más felizmente que otras, con fines turísticos, y que paquebotes como este marcan el ritmo del comercio de los artesanos del archipiélago. Un Puesto en una playa idílica, geometrizada, organizada para el simple placer de estar, de tumbarse sobre una tela de motivos que parecen remitir a Matisse. El agua es también, obviamente, la protagonista de un par de cascadas. Una de ellas designada en francés, Chute d’eau, y junto a la cual aparece un tiki, hermanado con un emoticon, todo ello en un escenario de vegetación y orquídeas. La otra, vertical y sintética, rodeada de una vegetación que daría para una tela fifties –por ejemplo, de las que pintaban Manrique o Millares para Gastón y Daniela-, me trae a la memoria alguna carioca, entrevista en la Floresta da Tijuca, detrás de Rio, cuando la recorrimos en compañía de José Manuel Ballester. Por las dos películas marquisianas de 1955 de Francis Mazière, sabemos de la abundancia, en el archipiélago, de cascadas y de pozas: una delicia, concretamente, las pozas, en la segunda de esas cintas, Teiva, enfant des îles. Más agua: monotonía machadiana de la lluvia, en este caso contemplada, no desde el aula infantil protectora, sino desde una veranda a lo Somerset Maugham: la lluvia en diagonal como borrando un paisaje de cocoteros y orquídeas. Estas últimas, tal como comparecen aquí, me recuerdan alguna, esplendente, fotografiada en Hawaii por Elisofon, que aunque uno en su infancia era, por razones familiares, más de Paris Match, su imaginario fifties tiene hoy, gracias a los archivos digitales –los de la revista de París, por desgracia prácticamente inexistentes-, un sesgo más Life: qué inigualables algunos de los fotógrafos de plantilla de ese semanario, y entre ellos, en su trabajo en colores, qué estupendo Elisofon ante la naturaleza tropical, ya sea la de esta parte del planeta, ya sea la del Caribe, o la de Acapulco, o la de Senegal o el Congo antaño belga. Naturaleza, a nivel granja: una cabra, un gallo, una gallina... Naturaleza salvaje, pero a pequeña escala: unos insectos en primer plano, sobre uno de esos fondos vegetales que Lotus Eater borda. Naturaleza como obra de arte: una panorámica casi de Cinerama de los rutilantes Jardines Pomaré. Tesoros que brinda la naturaleza: una perla. Naturaleza también con sus peligros, con sus cataclismos: un Volcán que le habría gustado al Hergé pauwelsiano del citado Vuelo 714, Hergé que era coleccionista de arte moderno y que era también –a escondidas- pintor abstracto, Hergé con el cual el descubridor de Lotus Eater está, ya lo he indicado, tan en deuda.
Entre las piezas más rotundas y vibrantes –un adjetivo que muy pertinentemente emplea Charris en su texto sobre su colega-, hay que citar la versión en gran formato de Chica comiendo una manzana, en la cual nuestra mirada, tras detectar a la protagonista, representada sintéticamente, con un estilo que casi podría ser calificado de mironiano, se regodea en un maravilloso fondo de montañas azules que parece remitir a otra frase especialmente feliz del mismo texto: “una sinfonía de verdes y azules interminables”. Sobre ese fondo se recortan unas esbeltas siluetas, las de dos cocoteros, hermanos de las palmeras imperiales de la brasileña Tarsila do Amaral, hermana o por lo menos prima espiritual, por algún lado, de Lotus Easter, aunque tampoco hay que olvidarse de aquella palmera solitaria, más modesta, menos imperial, más republicana (República de Cartagena), que protagoniza El canto del grillo (1993), una imagen que he proyectado mucho en conferencias, porque desde que la descubrí se me quedó grabada en la memoria, una imagen que de repente encuentro hermana de alguna visión almeriense de nuestro común amigo Bernard Plossu. Curioso que ante estas obras, y en esta ocasión vía la antropófaga Tarsila –pintora de la cual no creo que Lotus Eater haya oído hablar nunca, pero que sí me consta es muy de la predilección de Charris-, por segunda vez se me vaya la cabeza hacia el que Stefan Zweig llamaba “el país del futuro”.
A veces Lotus Eater se vuelve más abstracto. Por ejemplo para decir una Canción concéntrica –qué bonitos, qué melancólicamente bonitos los coros marquesianos de 1955 que ahora estoy escuchando, vía Mazière-, o el Yoga, o un Cielo con forma de tondo y parece que contemplado desde la hamaca –también Matisse, que estuvo en 1930, pintó cielos oceánicos-, o un Bosque y una Selva sintéticos, o un Claro (María Zambrano: Claros del bosque), o simplemente unos Rojos, o unos Azules ante los cuales el pintor marquesiano podría decir aquello de nuestro Joan Miró, en el mágico año de 1925: Ceci est la couleur de mes rêves.
Simplemente una Luna en una noche intensamente azul, y simplemente otra noche estrellada y en calma de esas que a veces te reconcilia con el Vol nocturne, y simplemente una Hoguera, y simplemente un Perro que me recuerda a uno errante allá lejos y hace tiempo, del cual me hice amigo, en una playa del Caribe costarricense, del lado de Tortuguero. Otra playa más, de dos por tres, absolutamente rutilante, absolutamente maravillosa, con dos bañistas nativos, y con una vegetación entre Tarsila nuevamente, y Lasar Segall (el lituano, el septentrional atrapado por Brasil, como tres siglos antes lo había estado, en su caso durante el breve tiempo de la dominación de su país sobre aquel subcontinente, su colega holandés Frans Post), y por supuesto el aduanero Rousseau, viajero inmóvil y sin embargo autor de algunas de las grandes imágenes de selva de la modernidad. Y otra más, un Puesto donde pasar las horas. Una Nochevieja. Una hoguera. Un Explorador que se parece a alguno de los inolvidables misioneros de Tintín en el Congo. Y un Smiling Tiki, simpática contribución de Lotus Eater al icono por excelencia de los Mares del Sur, pero donde esté Kirsten, ¿qué voy a decir yo de los tikis, ni de este ni de ninguno… Un precioso tableautin sobre Atuona, el paisaje final de Gauguin en la isla de Hiva Oa. Y palabras, parole, parole, parole…
Maravilloso descubrimiento, ciertamente, Lotus Eater. Incluso aunque nos falten muchas claves para entender los mecanismos de su mente, incluso aunque lo más probable es que la mayoría de los charrisianos españoles jamás lleguemos a incorporar Polinesia a nuestro bagaje de paisajes vividos (aquello de Mario Praz, que encuentro definitivo: Il mondo che ho visto), nos conmueven estas pinturas, y entendemos el anhelo de pureza que las tensa, y el deseo de huir del “charrismo”, la voluntad del cartagenero, autor, no lo olvidemos, en 2006, de un cuadro feliz y en calma titulado precisamente El comedor de loto, de identificarse con este colega, con este hermano lotófago homérico, con este recolector de instantes felices que empezó a pintar por casualidad, para llenar el vacío de los días de lluvia, que le impedían entregarse a su actividad favorita: “ser, sólo ser, estar, en la naturaleza, en la playa, en los bosques, entre la tierra y el mar”…
A punto de terminar estas líneas, me acerco a la sabia y sobria exposición sobre las Îles Marquises del Musée du Quai Branly, que está muy cerca de casa. En ella hay muchísimas cosas: maravillas de la estatuaria tradicional, amplias tapas (telas con algo de minimalistas) a partir de fibra vegetal y sobre cuya fabricación proporciona Mazière detalles exactos, testimonios de exploradores, mapas, grabados, fotografías, vitrinas con libros de Melville y Stevenson y Pierre Loti y Jack London, y por supuesto un rincón con obras de Gauguin. Pero en la zona final, dedicada al renacimiento de la cultura marquesiana, no encuentro rastro alguno ni de Lotus Eater, ni de ningún otro pintor. Lo que se enseña de producción actual es casi todo remake, en general de buena calidad, del arte tradicional: objetos que, como lo indica una cartela a la entrada de la sala que los alberga, están destinados principalmente a ser vendidos a los turistas del Paul Gauguin y otros cruceros. Sólo se sale del guion Andreas Dettloff, un alemán de 1963 afincado en Tahiti desde 1989, y del cual se enseñan varias obras de alta carga irónica, entre ellas un mazo del archipiélago, un mazo de madera en lo alto del cual, en lugar del tradicional tiki, desconcertantemente comparece… Mickey Mouse. Mazo disneyano que de repente encuentro nada Lotus Eater, y sí… puro Charris…
JUAN MANUEL BONET
París, julio de 2016.
Fuente:
Libro "Los mares del Tiki", 2016.