La verdadera historia de Lotus Eater, pintor de las Marquesas.
2016
Mateo Charris, Ángel
Obra de Lotus Eater
Conocí a Lotus Eater en un viaje por las islas Marquesas, adonde había viajado en compañía de unas amigas. Ya llevábamos un tiempo recorriendo la Polinesia francesa y Nuku Hiva, la isla de los relatos de Melville y Stevenson, con sus leyendas de caníbales y su exuberante vegetación, era el último destino antes de empezar a volver a casa. Contratamos un conductor local, dueño de la pensión familiar donde nos alojábamos, para que nos hiciera algunos recorridos por las escabrosas carreteras de la isla, recorriendo valles y selvas espléndidas, entre cascadas, recogedores de copra, gallos, cabras salvajes y una sinfonía de verdes y azules interminables, pura vegetación y escasísimos habitantes. Uno de los días llegamos a un pequeño pueblo en la costa, en una preciosa bahía donde los cocoteros se desparramaban el borde del mar. Íbamos a comer al mejor restaurante de la zona, regentado por Mama Ivonne y parada obligada de cualquier crucero que visitara las cercanas ruinas arqueológicas de camino hacia la costa. Mama Ivonne era también la eterna alcaldesa y alma de todo lo que pasaba en el municipio. El restaurante era una bonita construcción marquesiana cerca del mar, con cocina regional y todo lo sofisticado que se podía ser en esta parte del mundo, pero sin llegar al lujoso e impostado tipismo de los resorts de otras islas polinesias.
Comimos estupendamente con Jean Claude, nuestro risueño guía, algunos de las especialidades locales, pero nos enredamos con nuestro escaso francés al intentar descubrir la receta de un delicioso pescado. Mama Ivonne apareció, con su pelo canoso y su sonrisa cansada, para solucionarnos el problema y al saber que hablábamos español hizo que viniera un tal Valentín.
Llegó un tipo moreno, más tostado que cualquier polinesio pero de rasgos europeos, que resultó ser uruguayo, y que amablemente nos explicó lo que estábamos preguntando. Empezamos una larga charla sobre las costumbre de la región y los lugares que deberíamos visitar entre botellas de cerveza Hinano, que no dábamos tiempo a que se calentaran, y el agradable sopor del paraíso. Jean Claude se retiró a dormir la siesta. Hablamos de casi todo, pero la curiosidad de mis amigas por la historia de Valentín Ossipoff, que así se llamaba nuestro intérprete, se topaba con un muro cuando se trataba de averiguar algo de su vida pasada y cómo había acabado en aquel rincón del mundo. Despertó una cierta curiosidad en él el saber que yo era pintor y me confesó que él había empezado a pintar hacía poco, aunque era la primera vez en su vida que había cogido unos pinceles. Una turista alemana despistada se había dejado una caja de óleos y unas tablas en uno de los bungalós de Mama Ivonne y él, que a veces ganaba algún dinero haciéndole algunas chapuzas y trabajillos a la alcaldesa, se había puesto a ensuciar con aquellas pinturas.
Me costó unas cuantas cervezas más el convencerlo para que me las enseñara, aunque su resistencia era bastante feroz, como si eso fuera una parte intrínseca de esa privacidad que intentaba preservar a toda costa. Pero nos caíamos bien y la negación y lo rígido no encajan bien en la Polinesia, terreno fértil para la rendición y la sabiduría del abandono. Recorrimos el paseo de tierra junto a la costa hasta una extraña construcción elevada invadida por la vegetación. Rara por sus incongruentes ventanales de pvc y cristal y una especie de columnas salomónicas que se adosaban a una casa de madera. Un holandés la había construido y dejado abandonada unos años atrás en terrenos de la alcaldesa, y ésta se la cedió a Valentín sin ningún tipo de contraprestación. El interior era un solo espacio común, con la cama a un lado, una cocina y unos escasos utensilios, libros y trastos. Una distribución parecida a otra casa familiar que habíamos visto unos días antes en una pequeña plantación de vainilla, o, salvando las distancias, con el estudio reconstruido de Gauguin que podía visitarse en otra isla cercana, Hiva Oa.
El interior y el exterior parecía ser una misma cosa, como si las paredes solo marcasen con unas cuantas líneas, a modo de espacio teatral, un lugar para vivir en medio de la selva.
Valentín pareció arrepentirse en el acto de habernos invitado y sólo un ukelele, en el que yo a duras penas sabía rasgar un par de canciones, recompuso el cordial ambiente que habíamos creado. El uruguayo parecía tener una amplio y variopinto universo de conocimientos, desde La Odisea a la vida sexual de extraños insectos, de las escalas tonales de la música del Pacífico a chistes sobre caníbales, o de las técnicas de pesca con lanza a los enigmas del número 432.
Cuando lo consideró oportuno se fue a la parte de atrás y me trajo los cuadros que estaba pintando. No eran muchos, pero me parecieron estupendos, vibrantes, ingenuamente sofisticados y para nada la obra de un aficionado primerizo. Las obras habían sido repintadas una y otra vez, capa sobre capa, cuadro sobre cuadro, porque, según me explicó, eran las únicas que tenía y no tenía la mínima intención de guardar ninguna de ellas, sólo quería pintar, porque sí y para nada, porque le hacía feliz, y porque algunos días las lluvias no le dejaban hacer su actividad favorita: ser, sólo ser, estar, en la naturaleza, en la playa, en los bosques, entre la tierra y el mar. Intenté convencerlo para que me vendiera alguno pero no quiso quedarse sin sus soportes. Lo intenté convencer que se podía pintar sobre cualquier tablero o tela, pero su sonrisa se volvía impenetrable y uno sabía que no había nada que hacer frente a una piedra o a una ola.
Cuando empezó a oscurecer nos despedimos y nos fuimos a buscar a Jean Claude para volver a la pensión, pero el dicharachero conductor no aparecía por ningún lado. Preguntamos en el restaurante, en el hotelillo, en la tienda, y todo el mundo lo había visto irse unas horas antes sin saber adonde ni porqué.
Ante la perplejidad nos sentamos a esperar bajo la tenue luz de un farol en el paseo y apareció Valentín. Nos dijo que si comprábamos unas cervezas nos podía invitar a un pescado crudo con leche de coco, así que vimos el cielo abierto y volvimos a la casa del pintor. Yo había decidido nombrarlo así desde que había visto sus obras, un colega, uno de los míos, una miembro de esa hermandad que no necesita títulos ni estudios, sólo ojo e intensidad, pasión y necesidad de inventar cosas en un horizonte cuadrado.
Así que allí pasamos la noche, hablando de colores y nubes, de sonidos, mientras mis amigas caían amodorradas por el efecto Hinano, y mientras yo intentaba una estrategia para salvar para el resto del mundo las obras que me fascinaban cada vez más, ahora a la luz de las velas como antes con luz natural, juguetonas y gozosas, libres, como si Tarsila do Amaral y el aduanero Rousseau se hubieran tomado un LSD en una mañana loca.
Sólo después supe, por Jean Claude, que Valentín, descendiente de judíos rusos en Montevideo, había estudiado comercio y viajaba como contable en un crucero que llegó a Nuku Hiva y que, en uno de los permisos de la tripulación, había decidido quedarse a vivir aquí sin siquiera recoger su equipaje del barco, sin conocer a nadie y chapurreando apenas el francés, sin dinero y sin planes.
Tuve suerte porque las pinturas se le estaban acabando y no iba a ser fácil conseguir más en las Marquesas, así que ya estaba conformándose en que las siguientes obras serían las últimas. Le daba igual, decía haber llegado al estado de no necesitar nada en concreto, tampoco pintar. Pero ahí estaba yo, supongo que como parte de su destino o casualidad o lo que sea, dispuesto a proporcionarle nuevas telas, pinturas, pinceles, a cambio de que me enviara las que iba acabando. Un carguero llegaba a esta parte de la isla una vez al mes con productos para Mama Ivonne, alguna maquinaria para las plantaciones de copra y cosas así, directo desde Papeete, a fin de cuentas civilizada colonia francesa, así que pensé que podíamos establecer un intercambio no especialmente complicado.
No las tenía todas consigo, todas o ninguna, pero pudo más el gozo y la vida, más un sí menor que un no mayor, y acabó cediendo: yo le mandaría nuevos materiales y el me mandaría las obras que fuera haciendo, con una condición, no quería saber nada del destino de las obras, si las vendía o no, si las exponía, si las quemaba, no quería hacer nada parecido a una carrera como pintor, ni que se supiera quién las había hecho ni porqué. Asentí porque era la única forma de salvarlas, pero me van a preguntar, le dije, no es tan fácil escaparse a la curiosidad, sobre todo si son la mitad de buenas de lo que yo pienso en esta noche de magia polinesia y cervezas. Invéntate alguien le propuse, firma como quieras, aunque no sea tu nombre. Y cogió un pincel y pintó detrás de una de las obras una L y una E entrelazadas. Ahí tienes tu pintor. Y ese fue el momento en el que conocí a Lotus Eater, el comedor de loto, el artista sin memoria y sin recuerdos, sin familia y sin referentes, el pintor de flores imposibles y de geometrías borrachas de sol.
Cuando amaneció, Jean Claude estaba en la puerta de la casa con una amplia sonrisa y un enorme plato de frutas. Los gallos hacía rato que habían empezado sus escandalosas chácharas y una lluvia ligera limpiaba el polvo de hojas y troncos.
Fuente:
Libro "Los mares del Tiki". 2016