Charris
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Guía Ilustrada de la República de Cartagena

1993

Witt, Jorge

Un cierto ocaso, 1996. Óleo sobre lienzo, 97 x 195 cm.

Un cierto ocaso, 1996. Óleo sobre lienzo, 97 x 195 cm.

Un cierto ocaso, 1996. Óleo sobre lienzo, 97 x 195 cm.

Llegué a puerto tras una larga y tortuosa travesía. La mar se me había atravesado en el estómago como una pócima envenenada y mi cerebro se agitaba como una nuez en su cáscara.
Sentía como el cielo y el mar se aliaban con la única intención de hacerme el viaje insoportable. Anhelaba, pues, el momento de pisar tierra firme en Cartagena, un destino poco apetecido por la redacción de la revista, que me encargaba este trabajo como castigo por un intrincado asunto de faldas que no es el momento de contar. Poco sabía de lo que me esperaba y lo poco no era bueno, pero ya estaba deseando caminar por un suelo que no se moviera bajo mis pies.
El cielo espeso y plomizo, que nos había acompañado todo el trayecto, comenzó a abrirse, mientras la tripulación se afanaba en los preparativos de la llegada a destino. Cuando entramos por la bocana de un perfecto puerto natural la capital de la república nos recibió entre nubes de laca y luz cruda.

Colinas coronadas por castillos, astilleros, barcos de pesca. Cartagena tenía color de hierro viejo, de quilla blindada, que un día encalló y abandonada en el roquedo fue cubriéndose de moho y liquen: Sender lo había dicho tan bien que no se me hubiera ocurrido otra manera mejor de describirlo. Olvido y decadencia, dignidad y un extraño efecto de tiempo detenido: éstas eran las primeras sensaciones que me invadían mientras bajábamos del barco. Su aire colonial y metafísico había conseguido despertar mi curiosidad. Me despedí de los pocos pasajeros con los que había compartido el viaje, una insoportable comisión de expertos y hombres de negocios que ve-nían a ofrecer proyectos para el desarrollo del país y a los que yo consideraba tan culpable de mi mareo como al vaivén del barco. Ya que mis súplicas a la Providencia para que desaparecieran por la borda no habían sido tomadas en cuenta, me sentí muy complacido al deshacerme de semejante jauría.

Los primeros días que pasé en la ciudad me parecieron grises y aburridos. Como a todo inglés culto, me cansaba la civilización y no echaba demasiado en falta los excesos de la gran ciudad, pero aún no había encontrado la llave que me abriera los secretos que encerraba el país. Nada era suficientemente exótico, ni excitante, ni peculiar; nada con lo que llenar las páginas del supuesto artículo que debía escribir. Cuatro o cinco frases inconexas se repetían entre los papeles arrugados en el cesto.
Conseguí un guía que me presentó un empleado del consulado. Era un tipo extraño y hosco que aspiraba todas las eses y que hablaba un español lleno de expresiones peculiares.
Preparar el programa de excursiones con Ginés, que así se llamaba el hombre, no fue tarea fácil. La gente del país concede escasa o nula importancia a los panoramas, las ruinas, geología, inscripciones y demás, que, por ver a diario, consideran que no pueden o no deben ofrecer mayor interés al forastero.
Comenzamos por recorrer unas antiguas minas de explotación a cielo abierto de camino a casa de un compatriota de un pueblo cercano. El paisaje fue haciéndose áspero y lunar. Las terreras de colores y las diseminadas ruinas de las industrias fueron introduciéndome en un mundo sombrío y hermoso. En una curva del camino, un pintor se esmeraba ante un paisaje soso y extraño. Poco imaginaba que aquellos personajes con los que el destino me había juntado en ese preciso instante iban a ser, uno, el pintor que atendía por Charris y el otro, mi taciturno guía, los quijote y sancho que me abrirían los ojos a un mundo paradójico y tintinesco. Según supe después lo esotérico y lo terrenal se encuentran profundamente entrelazados en el corazón de estas gentes. Nada era casual, el destino caprichoso y nuestras vidas se encuentran siempre como la espuma y el mar. Los dos amaban su tierra y pertenecía a esa raza de hombres que están donde quieren estar. Invisibles lazos los unían al país y eran capaces de ver lo pequeño, lo aburrido y lo normal como una experiencia enriquecedora. Los tres, ya unidos para todo el viaje, recorrimos mares de hierba pocas millas después de atravesar los caminos de Marte. Las siguientes jornadas fueron de aprendizaje y descubrimiento: ramblas de cañas y selva, tierra de matorral y láguena, montes verdes, fuertes abandonados, barrios en ruinas y ruinas en ruinas; playas dalinianas, peñas blancas, panoramas industriales, submarinos varados… su aire militar, cuando no se hacía cargante, le imprimía carácter y un sello que se apreciaba hasta en sus pintorescas fiestas religiosas, reliquias de superstición. Supe lo que de griego, fenicio, romano, cartaginés, árabe y visigodo hay en la sangre de los cartageneros, de su talento para los apodos, de su arrogancia, su dejadez; de su socarronería, de la que da fe hasta su bandera.

Cuentan que al declararse la independencia de la nación se izaron banderas rojas en todos los mástiles del territorio. En uno de los castillos que dominan el puerto, la única enseña roja que encontraron fue la bandera turca y así la izaron sin mayor problema. El único corresponsal de agencia que cubría la noticia de la insurrección era un francés bebedor y vividor, que había sucumbido a los encantos del asiático, la bebida local a base de café coñac y leche condensada. Unos cuantos había tomado la tarde en que mirando por el catalejo transmitió en su crónica la descripción de la enseña del nuevo estado y donde había uno vio dos: dos estrellas y una media luna rara, a modo de extraña criatura sonriente. Días después llegó la prensa extranjera con las noticias del nuevo país y su bandera y a los cartageneros le hizo tanta gracia que inmediatamente la adoptaron y bordaron estrellas y medias lunas a la bandera que ríe.
Cartagena no atravesaba uno de sus mejores momentos. La Historia le conocía mejores épocas y más gloriosas, y todo el peso de su pasado no era fácil de apreciar a simple vista: ni grandes templos ni impresionantes monumentos. El pasado se escurría por sus esquinas y bajo sus suelos, pero la gente sí se sabía antigua y heredera de siglos de tradición. Podía verse en un gesto, en una frase, en el cuchicheo de dos comadres o en las sentencias de un viejo: llamémosle información genética o fantasías del que escribe.
En pocas partes podían verse ya tantos restos abandonados a su suerte y a la de los bandidos como aquí. Esta característica que sólo agrada a los amantes del Romanticismo y del siglo XIX que quedamos, resulta tremendamente inconveniente a los escasos turistas que se adentran en la ciudad. El orgullo que demuestran la mayoría de los cartageneros por su capital, y que los pueblos vecinos confunden a veces con altanería o prepotencia, contrasta con la dejadez y desidia con que dejan que se les derrumbe piedra a piedra entre las manos. Son capaces de formar una revuelta por un quítame allá esas pajas o una ofensa a su patrona, mientras colaboran con sus peores enemigos dejando sus calles y sus casas, su historia y su futuro a merced de la catástrofe. Aún así, Cartagena era una mujer hermosa y harapienta, sucia y, sin embargo, incomparable en su porte y elegancia. Ni el pintor ni mi sirviente me ayudaron a entender el carácter de este pueblo pero sí a quererlo con afecto y simpatía, con la curiosidad del viajero y del ajeno.
Pasaron los días y empecé a recibir telegramas de mi jefe que, más por extrañeza que por preocupación, me interrogaba sobre la fecha de mi vuelta y por el artículo que yo estaba seguro que nunca iba a publicar. Pero algo iba cambiando en mí, cada vez me agradaba más el discreto encanto de la provincia y lo mesurado; el mar era mi reloj y el dominó mi entretenimiento. El pescado en Santa Lucía, la barca en el Mar Menor, el atardecer entre las luces de Escombreras y los cafés en Cala Cortina; pero también los cantes en La Unión, los trovos en las fiestas de los pueblos, las grúas en el puerto y el caldero: el síndrome de Cartagena, el amor por lo cotidiano.
Iba aprendiendo que la aventura, la belleza y la ciudad están en uno. Aquí descubrí las casas de Hopper, los cielos de Friedrich, las plazas de Chirico, los bodegones de Morandi, los rojos de Ruscha, los mares de Gericault: lenguajes aprendidos con los que hablar del color, del espacio y del olor, herramientas para desentrañar la emoción y la vida mientras pasa, no después, no por otros. Encontré en una de esas terraza de la calle Mayor a uno de los miembros de la comisión que aún andaba por estas tierras. Iba encendido como yesca despotricando del lugar y de sus gentes, augurándoles el peor de los futuros. Cuando por fin había conseguido despertar un tibio interés en los políticos locales para sus planes de desarrollo, que incluían cárceles e incineradoras de residuos industriales, alguien había robado los maletines con proyectos y permisos, y también todas las copias. Esto lo trastornaba enormemente, le suponía meses o años de retraso y, de paso, nos libraba a la ciudad y a mí de soportar su presencia durante una larga temporada. Al extranjero lo acompañaba consolándole uno de esos cartageneros a los que Ginés tanto odiaba, los que emigran rompiendo todos los lazos con su país y que reniegan a la menor ocasión de las incomodidades y desventajas de la república. Los bastardos y descastados, en el duro juicio del guía, que se merecían lo peor. Imaginaba algo horrible y añadía su más se meresen habitual. Aquella tarde el pintor me invitó a una moraga en el Gorguel en la que algunos de sus amigos portaban sospechosas antorchas de madera, papeles y brea.

Un día me llegó un telegrama disuasorio, un ultimátum. Debía volver inmediatamente o considerarme despedido. Utilicé el telegrama para apuntarme la dirección de Dolores, la hija de Ginés. Hacía una semana que había comenzado a colaborar en una pequeña publicación local y me preocupaba más el reservar la comida en El Chupa que todas las amenazas de mi jefe. Las campanas de la Caridad tocaban a misa. En el balcón de enfrente, mi vecino Charris pintaba un cielo malva y anaranjado.

Jorge Witt 

Bibliografía recomendada: Hand–Book for Travellers in Cartagena. Caldero. Summer Months in Cartagena A Picture of Cartagena.



Fuente:

Catálogo República de Cartagena de Charris. Ayuntamiento de Cartagena. Octubre, 1993.