Charris
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Cazador en la nieve

2003

Calvo Serraller, Francisco

Según la versión cinematográfica de Andrei Tarkovski, el único icono artístico visible en la destartalada estación orbital del planeta Solaris, ese extraño espejismo psíquico que imaginariamente emplazó el escritor de ciencia ficción Stanislav Lem en un indeterminado punto intergaláctico, era una reproducción del célebre cuadro de Pieter Bruegel Cazadores en la nieve (Kunsthistorisches Museum de Viena), obra que formó parte de una serie de doce dedicada a los meses del año y que fue realizada, en 1565, por encargo del banquero Niclaes Jonghelinck. Parece ser que este paisaje fue una reminiscencia del profundo impacto que le produjo al pintor flamenco su paso por los Alpes, que atravesó a su vuelta de un largo viaje por Italia entre 1551 y 1553. Aún a riesgo de parecer prolijo por esta deambulación, que me Ileva desde la película de Tarkovski, rodada en 1972, a partir de una novela publicada en 1961, hasta un cuadro pintado en 1565 e inspirado probablemente en una experiencia vivida par su autor en 1553, no quiero renunciar al encadenamiento de estos datos para remarcar lo sucesivamente excepcional que resulta, en cada uno de los episodios citados, el hecho en sí y su supervivencia de esta pintura de nieve. 
El icono pintado de la nieve entre las pertenencias de quienes orbitan Solaris, un planeta incandescente cuya desértica apariencia sólo se anima con los fantasmas psíquicos de sus observadores, puede considerarse un eficaz contrapunto metafórico para relatar el insondable viaje a la raíz más honda de yo, la soledad total poblada por misteriosas imágenes. Es como si el cineasta ruso, tan admirador de la dorada y radiante pintura del místico Rublev, hubiera elegido el frío manto del paisaje alpino de Bruegel como símbolo de la heladora busca del hombre solo antes de su definitiva fundición cósmica, que, en propiedad, resultaria ser un viaje al fondo del día, donde el planeta de fuego le quemase, cual a Icaro, las frágiles alas de su niveo corazón. A este desdichado astronauta legendario le dedicó Bruegel, por cierto, otra no menos célebre composición, donde el ünico resto visible del arrojado volador son unas diminutas piernas entre la espuma de una soleada bahia, en la que nadie, ni desde el mar, ni desde la próxima costa, parece percibirse de la suerte de este inesperado náufrago caído del cielo.
Cualquiera que fuesen las razones de Tarkovski para elegir la pintura de nieve de Bruegel, hay que reconocer que no hay muchos otros cuadros en la pintura tradicional que representen un paisaje invernal en el que la masa blanca resplandezca, al margen de su intención simbólica, con semejante pálpito existencial. De manera que se puede afirmar que, al igual que el renacimiento inventó el paisaje a partir del mismo momento en que miró la naturaleza sin otro interés que solazarse con su belleza, fue nuestra época la que la cubrió con un blanco sudario para que su contemplación no estorbase la plena emancipación del arte, el único paisaje idolatrado por una sociedad definitivamente secularizada. Estoy exagerando, claro, pero no deja de ser curioso y significativo que hayan sido los primeros paisajistas de nuestra época los que, a partir precisamente del plenairismo de la Escuela de Barbizon, mostrasen esa extraña predilección por elegir como tema los abruptos bosques en barbecho del desolado invierno y, por esa senda septentrional del frío, los acabasen cubriendo de nieve. En este sentido, quizá hubiera un guiño de complicidad en el Courbet que pinto, en 1867, Les braconniers Ornans (Galería Nacional de Arte Moderno, Roma) con el cuadro citado de Bruegel, aunque, de ser así, sospecho que se quedó con todo el efecto del natural a despecho del aterido espiritu que resplandece en su precedente flamenco. En todo caso, si fueron muchos los cuadros de nieve que pinto Courbet, aprovechando los inclementes inviernos del Franco-Condado, apenas si cuentan junto al abrumador montón que dedicó al tema Claude Monet, el pontífice máximo de los paisajes nevados, pues no en balde nos mostró la iriscente masa de colores enterrados que forman el blanco. 
Pero ésta no es la senda por la que aquí pretendo transitar, porque no pretendo, habiendo partido del insólito diálogo que inopinadamente mantuvo el místico Tarkovski con el quizá nada místico, pero sí "existencialista" Bruegel, que todo termine en un suntuoso fundido en blanco. No puede ser ésta la senda si mi excursión ha empezado por donde ha empezado y, sobre todo, si adonde quiere arribar es a la nieve que pinta Angel Mateo Charris, un artista, quizá no místico y no sé hasta qué punto existencialista, pero, a mi modo de ver, deadidamente melancólico. Así que, si quiero centrarme en la dirección correcta al respecto, debo rehacer mi ruta retrospectiva y fijar la atención en otro precedente: el del aterradoramente sublime mar de hielo de Caspar David Friedrich, significativamente titulado El Océano Glacial, pintado entre 1823 y 1824 y que se conserva en la Kunsthalle de Hamburgo. Símbolo, mistica, existencialismo y, por supuesto, melancolía rezumarn casi todos los cuadros de este romántico prusiano, el cual no solo pintó proporcionalmente casi tantos cuadros de nieve como Monet, sino que logró que hasta sus representaciones de feraces paisajes estivales nos sobrecojan con un escalofrío que cala hasta en los huesos. 
¿Tantas y tan tremendas vueltas hay que dare a la cuestión para vérselas con Angel Mateo Charris, por mucho que sea no sólo un artista que ha frecuentado pictóricamente la nieve, sino que hasta, por mor de semejante empeño, ha emprendido recientemente una derrota glacial incluso más allá del Mar del Norte? Sin ánimo de impacientar, yo crea que hay que dar todavía más vueltas, porque en esta pesquisa o, porqué no, caza por entre la nieve pintada, no podemos dejar fuera esa carta escondida que, entre la manga y la mesa, pasó ante nuestras narices el mistico, simbólico, existencialista y melancólico supremo- suprematista Kazimir Malevich, el jugador que nos faltaba sabre nuestro inmaculado tapete. 
En 1918, Malevich pintó Cuadrado blanco sobre fondo blanco la apoteosis del arte no objetivo y el punto de apoyo de larga cola de obras vanguardistas en blanco, como la serie Acromos que inició, en 1957, Piero Manzoni; la de las pinturas blancas sobre una sutil trama geométrica de la estadounidense Agnes Martin a comienzos de 1960, o, en la siguiente década, las del también americana Brice Marden, en este caso de un blanco aterciopelado... Realizadas con una intención mística o conceptual estas obras blancas o en blanco son algunos ejemplos que ilustran el radical gesto contemporáneo de dejar la pintura en el punto cero terrorifico del inicio, que ha asustado siempre, tela o cuartilla, a cualquier creador. El color blanco está compuesto por todos los colores y representa la luz, el principlo de la creación, lo que explica que simbólicamente se aluda con él a la pureza. Es también lo esencialmente previo, la nada, a la que, sin embargo, Mallarmé, fascinado por su potencia germinativa, denominó la "nada musical". 
De todas formas, es hora ya de preguntarse, más allá de to obvio, que relación tiene lo blanco con la nieve. En la comedia dramática titulada Arte, de Yasmina Reza, que recientemente ha obtenido un resonante éxito internacional, asistimos a una acalorada discusión entre tres amigos a propósito del cuadro blanco que uno de ellos ha comprado por una importante suma. En un momento de la encendida polémica, el airado propietario de la obra en cuestión le ofrece a su oponente más encarnizado un rotulador para que pinte sobre su pulida superficie to que te venga en gana y éste dibuja un esquiador, acción figurativa que luego explica de la siguiente manera: "Debajo de las nubes blancas, cae la nieve. No se ven ni las nubes blancas ni la nieve. Ni el frio ni el resplandor blanco del sol. Un hombre solo, con esquíes, se desliza. Cae la nieve. Cae hasta que el hombre desaparece y vuelve a su opacidad... Representa un hombre que atraviesa un espacio y desaparece".
En una fecha indeterminada, Angel Mateo Charris, cuya obra, en principio, no me parece alejada a la acción figurativa y al razonamiento esgrimido por el sobrevenido pintor de la obra de Yasmina Reza, decidió emprender un viaje al Círculo Polar Artico, en busca, según confesión propia, de "un paisaje borrado que me asegurara una inmersión en el Blanco". Más: a su regreso, mientras pintaba los cuadros que tal experiencia le habia inspirado, anotó en su cuaderno la siguiente reflexión: "El blanco tiene un apetito insaciable y devora todo lo que encuentra. Una gran nevada cubre todo mi estudio. Y si un día aparece despejado y claro, si el viento parece limpiar los objetos y las figuras, vuelve a hacer su entrada una copiosa lluvia de copos blancos y finisimos y lo envuelve todo con su tono espectral". Y también esta otra: "En lo saturado y en lo neutro, el blanco siempre debería ganar las batallas. La fuerza oscura, su alma gemela, siempre encuentra el momento adecuado para hacerse notar". No se porqué, pero la primera reflexión me evoca a la sagrada ballena blanca de Moby Dick mientras que la segunda a esa curiosa superstición centroeuropea de que una novia, vestida de blanco, tendrá suerte si se topa con un negro deshollinador y lo abraza. En cualquier caso, un cuadro blanco siempre estará esperando la amenaza de alguien armado con un rotulador negro...  
Angel Mateo Charris ha explicado el motivo de su excursion ártica, que, en cierto sentido, me recuerda lo narrado por Maxence Fermine en su novela corta, titulada Nieve cuyo protagonista, el joven poeta Yuko Akita descubrió, gracias a su estancia en la isla Hokkaido, al norte del Japón, toda cubierta de nieve, la pureza que quería para sus versos. Segün Akita, la nieve no sólo poseía, en efecto, la gran pureza que convenía a la poesía, sino también, al cubrir con su manto la tierra, estaba relacionada con la pintura, pero, además, sucesivamente, por su continua transformación, se asemejaba a la caligrafía; por su superfiae resbaladiza, a la danza, y, en fin, por su cantarina licuación en el estiaje, a la música. Los hermosos poemas que fue creando este amante de la nieve fueron todos, como no podia ser menos, de una resplandeciente blancura. No obstante, la lección de esta breve fábula se produjo cuando un viejo poeta interpeló a Akita sobre la causa de a ausencia de color de sus versos, y éste, al principio, sorprendido, y, luego, melancólico, debió emprender la que sería su definitiva pesquisa poética: la de encontrar todos los colores que palpitan en el blanco.
Durante las décadas de 1870 y 1880, Claude Monet, en primer lugar, pero también Camille Pissarro, Alfred Sisley y Pierre-Auguste Renoir se empeñaron en (a misma loca pasión de pintar la nieve. Como ya antes se ha apuntado, ningún paisajista occidental hasta entonces había mostrado el menor interés por pintar el yermo invernal cubierto por un blanco sudario, salvo cuando se veían obligados a hacerlo por estrictas razones alegóricas at representar el tema de las cuatro estaciones. Pero lo que descubrieron los enfervorizados impresionistas en la nieve fue la irisación de blanco y su esplendente cola de brocado de su exudación brumosa, veteada por las sordas reverberaciones de inesperadas luces. 0 sea: la densa y refulgente policromía del blanco.
¿Se acaba ahi la historia? Todo lo contrario: ahí empieza su marcha hacia adelante y hacia atrás, porque cualquier paso que nos hace avanzar, nos remonta al origen de la historia ya olvidada que impulsó nuestra excursion. Tat es el motivo de que yo iniciara este escrito en pos de las huellas que ha dejado en la nieve Angel Mateo Charris mediante esa extraña deambulación histórica, que, sucesivamente, me llevó de Tarkovski a Bruegel, de Friedrich a Malevich, de un poeta japones del XIX a los impresionistas, pero, sobre todo, del temible blanco inmaculado de la tela a esa acción desesperada, mistica, simbólica y melancólica que supone su negra maculación: ese perentorio signo que convierte el blanco fundido de un final en un nuevo comienzo.
 
Desde hace años, he seguido admirativamente la trayectoria de Angel Mateo Charris, un artista en cuya obra hay enterrada una insondable complejidad bajo una pulida superficie. De vez en cuando, emerge del fondo como un destello radiactivo, que porta el último fragmento de una historia encadenada en imágenes, una idea, un guiño, un simple chispazo.., que, paulatinamente, van maculando esa nívea última capa de pintura, transformando su resplandor blanco en un campo hollado, cuyas pisadas en diferentes direcciones hace casi imposible seguir un rastro. Es entonces cuando cae sobre este engastado campo versicolor el manto purificador de una nueva nevada, que restablece la calma, el silencio. En este sentido, siempre me ha parecido un artista que avanza constantemente hacia el origen, que es como se orientan además los cazadores en la nieve. Este es, por otra parte, junta a su actitud irónica y su temperamento melancólico, uno de sus rasgos más definitivamente modernos, el del siempre recomenzado movimiento a partir de esa nada musical que deja el arte en blanco. Le gusta ir campo a través, cruzando tiempos, historias, géneros, sentimientos, haciendo y deshaciendo paisajes, enterrando y desenterrando la memoria; se trata, en suma, de un pintor crucial. En cierta manera, él es simultáneamente los tres amigos que discuten sobre el cuadro blanco de la comedia dramática de Yasmina Reza, pero, sobre todo, el dueño de la tela y el que la pintarrajea con un rotulador negro, ése que salva el intervalo blanco de la nada con la fugaz aparición de un esquiador que pasa volando, casi sin ser vista, dejando a solas el espacio, un vacío sin tiempo, sin nada que contar.
Pintor extremo, se siente la tentación de preguntar porqué Angel Mateo Charris se ha remontado, desde la cálida y meridional Cartagena, hasta el Ártico, sobreponiendo, como el protagonista de Solaris el calcinado paisaje del desierto con el helado paisaje de la nieve, esas dos plataformas blancas del puro espacio, donde el ermitaño busca la escalofriante sensación purificadora de la nada. Estoy tentado por afirmar que to que, en el fondo, busca Angel Mateo Charris es la experiencia limite del silencio, en cuya oscuridad se produjo el primer rayo de luz de la creación. Pienso en el Shimamura finalmente absorbido por la Vía Láctea en País de nieve de Yasunari Kawabata, pero también en los patéticos amantes del filme Millennium Mambo de Hou Hsiao Hsien, dejando impresas las huellas de sus respectivos rostros en la nieve, y, sobre todo, en los versos de lngeborg Bachmann: "Desde que los nombres nos mecen en las cosas/damos señales, nos viene una señal, nieve no es solo la carga blanca de arriba/también es silencio, que nos sobreviene". Sí; en efecto: ¡cuántas cosas hay enterradas en esa prehistórica nieve, siempre recomenzada, de la pintura!


Fuente:

En el libro Blanco. Ayuntamiento de Madrid y Diputación de Cádiz. Madrid, 2003.