Charris
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Tubabus en Tongorongo

2001

Mateo Charris, Ángel

Luna diurna.
Abanicos las alas
de las cigarras.
 
Cruzamos el Níger bajo una niebla de estrellas.
Noté extraño tanto silencio y me eché la mano al cinto en un acto reflejo. Buscaba el móvil como el amputado que busca un miembro fantasma. Pero África es un continente sin cobertura, sin la cobertura que proporciona el progreso a todo ciudadano occidental que paga sus impuestos. Y también sin sus cadenas. Ahora era un tubabu, un rostro pálido,  de camino hacia uno de esos puntos geográficos que no aparecen en los mapas. Tenía el encargo de escribir un artículo para una revista de viajes, aprovechando que acompañaba a una de esas expediciones programadas para llenar de exotismo los festivales culturales del verano europeo.
Mi cuñada, Cuarentaycinco, me había embarcado en el viaje con la intención de rescatarme de uno de esos descalabros sentimentales a los que ya empezaba a habituarme.
Mi hada madrina organizaba eventos culturales desde que, poco después de la muerte de mi hermano, hubiera decidido enterrar sus inquietudes artísticas con el resto de sus ilusiones.
-Vas a ver que el mundo no es la castaña en la que vivimos -me había dicho antes de  salir, y poco después las figuras oscuras de los documentales, los personajes de los libros de aventuras, se convirtieran en carne y tierra, en colores y olores secretos.
 
xlv
 
Llegamos, varias horas más tarde de lo previsto, a una especie de campamento que servía de hospedaje en la imponente ciudad de barro. Los faros del coche habían ido descifrando una intrincada red de callejuelas y personajes perdidos en el tiempo. De entre las sombras habían ido apareciendo tuaregs, fulas, bambaras, djennenkés, mercaderes de especias y guardianes del pasado.
 
Cuando nos consiguieron unos cuantos colchones en una edificación cercana -los empleados habían dado nuestras habitaciones a otros viajeros- nos acercamos a la carpa de madera que servía de restaurante.
Los grupos de turistas, todos los que circulaban por la región en esa época, cenaban bajo la luz de las velas y las danzas de los mosquitos.
En una de las mesas empezaron a entonar una canción de cumpleaños en francés.
Cuarentaycinco sonrió y me dijo:
-Vaya, también es mi cumpleaños. Cuarenta y cinco ya.
Y pedimos cuarenta y cinco cervezas con las que celebrarlo.
 
xxix
 
Mis compañeros de viaje se fueron retirando poco a poco, y pronto quedamos  unas cuantas figuras perdidas en la oscuridad.
Un japonés, desde una mesa cercana, se me dirigió en un perfecto español.
-Hay muchos cumpleaños esta noche. Yo también cumplo años, como su amiga.
Veintinueve no era japonés, sino de Lima. Era ilustrador y le habían encargado los dibujos para una nueva edición de losCuentos negros para niños blancos de Blaise Cendrars. 
Viajaba con un pequeño equipaje por el continente tomando apuntes para documentarse.
-De Lima a Malí, pasando por Limassol.
Parecía disfrutar con estos juegos de palabras y llegué a pensar que había hecho el viaje exclusivamente por el capricho fonético.
-Un día me tienes que enseñar tus dibujos- le dije.
Pero me contó que, cosa muy rara en él, apenas había podido trabajar. Desde que estaba aquí -y ya llevaba unas semanas- creía estar viviendo una revuelta de sus genes asiáticos. Se pasaba el día escribiendo pequeñas composiciones, haikus, y contemplando las cosas desde una perspectiva desconocida para él.
-Debe ser la fiebre. Creo que he tenido unas décimas últimamente.
 
xii
 
Seguí viendo a Veintinueve los días siguientes, así que pude apreciar cómo su aspecto se volvía preocupante.
Camino de las duchas encontré la puerta de su habitación abierta y al entrar vi. al peruano delirando y convertido en una fuente de calor al que rodeaba una tribu de lagartos.
-Luna diurna…abanicos las alas de las cigarras- susurró desde el país de la fiebre.
 
Lo llevamos a un hospital, por llamarlo de algún modo, que dirigía un misionero español.
-Se pondrá bien. No es malaria, tal vez una infección estomacal.
Y, efectivamente, una semana después volvió para darnos las gracias y despedirse. Me regaló su maleta de materiales y unos cuantos dibujos inacabados.
-Ahora soy constructor de poemas- y pensé que el delirio le podía haber trastocado alguna conexión cerebral.
 
Yo no había cogido un pincel en mi vida, pero hay viajes que te hacen creer que puedes ser alguien diferente al que tú conoces. Y una puesta de sol en África, un gran río lleno de barcas y unas mezquitas tan gaudinianas pueden llenarte la cabeza de pájaros plásticos.
Una tarde fui a la orilla y me puse a realizar mi primera obra maestra.
-¡Miquel Barceló, supongo!- escuché a mis espaldas.
-¿Cómo me ha reconocido?- respondí en tono de broma al orondo señor que me miraba entusiasmado.
Para cuando comprendí que el belga, Sesentaydos, creía que yo era realmente el pintor mallorquín, me resultó bastante difícil convencerlo de lo contrario.
Monsieur Sesentaydos era un empresario y director de una ONG que enfocaba su área de acción en la antigua África occidental francesa. Llevaba unas semanas buscando a Barceló para embarcarlo en una disparatada empresa relacionada con su organización.
Parecía estar tan excitado que interpretaba mis negativas como la lógica cautela de los famosos para con los advenedizos.
Para cuando se hubo convencido -el sol se había ocultado llevándose con él cualquier posibilidad de milagro- mi carrera de pintor había terminado.
 
xiv
 
Amadou, catorce años de orfandad, esperó a la puerta del hotel a los miembros del comité del Fondo Monetario Internacional de visita por la zona. Arrastrando su polio mal curada y una enorme sonrisa pidió cualquier cosa a estos reyes magos.
Un finlandés infinitamente pálido le dio un billete. A la americana enchaquetada le pareció excesivo y empezó a contarle un cuento de peces y cañas, una enérgica disertación que ocultara su tacañería.
 
otra vez xlv
 
-Aquí tienes un regalo de África. 
Cuarentaycinco aceptó con recelo los trastos del ilustrador, pero jurando que no pensaba utilizarlas ni ahora ni en el futuro.
Mi cuñada parecía guardar un luto mucho más profundo que el negro y, a la muerte de Mario, había enterrado con él lo que llamaba sus veleidades creativas.
-No voy a perder el tiempo ilusionándome.
Pero esas palabras chirriaban en este escenario. Tal vez resultaran creíbles en el invierno madrileño pero en Tongorongo empezaban a sonar -por fin- huecas y poco solemnes.
 
Para cuando TresTres, el escultor conceptual que acompañaba a la expedición contrajo la malaria y  ella tuvo que adelantar su regreso para acompañarlo. su maleta iba llena de dibujos y esperanzas, de tintas chinas africanas y de olvido.
 
Nunca escribí el artículo sobre el viaje africano, ni volví a echarme la mano al cinto buscando el teléfono.
Sigo en África.
Ahora tengo un pequeño hotelito en Tongorongo, unas cuantas chozas, donde veo llegar a una gente y marcharse a otra: cabezas cuadradas, almas sensibles, correcaminos… 
Empiezo a ver a los blancos demasiado blancos.
A lo mejor soy una especie de hippie desertando de la vida moderna, o a lo mejor un ser libre.
Parece increíble, pero acabo de recibir un libro de Cuarentaycinco con sus ilustraciones para los Cuentos negros de Cendrars.
Ella siempre me dice que no voy a durar mucho aquí.
-Te quedan quince días.
Y tal vez sea así, pero al menos me hago la ilusión de que soy yo el que lleva las riendas de mi destino
Veintinueve, mi amigo peruano-japonés, es la nueva revelación de la poesía latinoamericana y va a participar en la edición del festival de este año, el mismo que me trajo hasta aquí.
Y TresTres ha expuesto, con gran éxito, todas las vendas, análisis y placas de su enfermedad.
 
Yo he descubierto que Einstein toca la cora, que el tiempo se expande y se contrae como un muelle y ahora sé cocinar el capitán -un pescado del Níger de treinta y nueve formas diferentes.
 
Pero lo que realmente me gusta es verlas pasar
 
Tongorongo, 1420