Charris
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Arte y Literatura: El caso Charris

1999

Bonet, Juan Manuel

El canto del grillo, 1993. Óleo sobre lienzo. 33 x 41 cm.

El canto del grillo, 1993. Óleo sobre lienzo. 33 x 41 cm.

El canto del grillo, 1993. Óleo sobre lienzo. 33 x 41 cm.
Angel Mateo Charris. Uno de los pintores más literarios que conozco, y a la vez uno de los pintores más pintores. Aparente paradoja, que no lo es. Lo mismo cabría decir de Giorgio de Chirico el faro máximo de cuantos en España llevan años declarándose neo-metafísicos, o, como en el caso que nos ocupa, "supercalifragimetafísicos"- y de su hermano Alberto Savinio. De Edward Hopper, hacia cuyos paisajes han peregrinado Gonzalo Sicre y él, algo que entre otras cosas ha traído consigo el comisariado de lujo de Gail Levin para la exposición que el presente catálogo documenta. Del nantés Pierre Roy. De Karel Teige, en su Praga. De Meret Oppenheim, en su bosque centroeuropeo. Por supuesto, de quien le ha enseñado a Charris el camino de la caja: Joseph Cornell, capaz de construirse, desde Utopia Parkway, una Europa mejor todavía que la verdadera. Entre nosotros, de ìrealistas mágicos como Alfonso Ponce de León, José María Ucelay o Urbano Lugrís. Más cerca del momento presente, del italiano Salvo, otro neometafísico a su manera. De Luc Tuymans, un pintor que profundiza en su belgitud, y que si fuera asturiano no les gustaría a no pocos de sus admiradores españoles. En los Estados Unidos, de Ed Ruscha, de Mark Tansey, y sobre todo de Alex Katz, el Hopper de este fin de siglo, al cual tuve el gusto de presentar a Charris, en la puerta del IVAM.
 
Un pintor capaz del máximo artificio, y a la vez de enterrar todo eso, de disfrazar todo eso de normalidad. Tal vez donde mejor demostró esa capacidad dual, fuera, en 1993, en la muestra República de Cartagena, dedicada "a cuantos aman lo azul y lejano", y donde pintó, en clave entre hopperiana y crepuscularmente simbolista, lo que tenía más cerca: paisajes "normales" de su tierra natal, como esa joyita que es El canto del grillo (1993). "Cuanto más normales son sus imágenes, más nos inquietan", escribí en 1992 en ABC, a propósito de su individual en El Caballo de Troya, la desaparecida galería madrileña de Dis Berlin.
 
Cartagena, la ciudad más metafísica de España. Juan Lagardera, hace poco, Juan Lagardera que fue uno de los primeros en defender la causa charrisiana, retomaba esa fórmula mía, por la que no le cobraré royalties, en una columna política. Cartagena es fundamental para entender a Charris: ver su exposición aludida o, en el número 11, de marzo de 1999, de su minirrevista La Naval, el final de su minicuento "Falsacapa": "al extremo de la argolla invisible que colgaba de su tobillo había una tremenda y pesada bola, una condena inmensa del tamaño de toda la ciudad de Cartagena". Como ciudad metafísica ideal, Cartagena está llena de cuarteles y polvorines, de muelles y hangares y grúas, de faros, de arsenales, de fábricas y refinerías, de bancos antañones, de hoteles ajados de los desangelados edificios ferroviarios propios de una stazione termini, de tiendas que estuvieron de moda hace décadas, parecidas a las que en Gijón y hace unos años pintaba Pelayo Ortega. . Su club náutico no es tan prestigioso como el de San Sebastián, pero está inmejorablemente colocado. Su principal monumento, el de Isaac Peral ñsu propio submarino, como un objet trouvé-, tiene un aire a lo Julio Verne, y no desentonaría en Nantes, la ciudad natal del autor de La vuelta al mundo en 80 días. No muy lejos, están las minas en desuso de lo que fue La edad de oro (1993). Los dos metafísicos cartageneros por excelencia, son Angel Mateo Charris, y su gran amigo y, más que colega, cómplice, Gonzalo Sicre. También están impregnadas de metafísica, las imágenes que de allá se trajo, hace ya algún tiempo, otro de los pintores de Muelle de Levante, el valenciano Marcelo Fuentes, alguien cuya devoción por Morandi y por Hopper está fuera de toda duda. Y cartagenero es, no lo olvidemos, el principal marchand de la neometafísica valenciana, Ramón García Alcaraz, el impulsor de esa galería de nombre por lo demás tan literario como es My Name's Lolita Art.
 
La relación de Charris con Cartagena, patente en esa extraordinaria serie República de Cartagena, y en muchos cuadros sueltos, es un poco la relación, sí, de Julio Verne con Nantes, de Lezama con La Habana, y de tantos viajeros inmóviles, con sus propias ciudades, tan distintas entre sí, y a la vez tan iguales siempre. No en vano, en Bruselas, nuestro pintor se va a fijar en "los tranvías y las calles de Delvaux" y en "los hombres grises de Magritte", dos creadores que "ensancharon los horizontes de su provincia hasta hacerlos coincidir con nuestros sueños". Cartagena, el mundo. Lo dice, precisamente en el catálogo República de Cartagena, el propio pintor, por boca de su alter ego Jorge Witt: "Aquí descubrí las casas de Hopper, los cielos de Friedrich, las plazas de Chirico, los bodegones de Morandi, los rojos de Ruscha, los mares de Géricault".
 
Pintor literario, pintor de la Rareza del siglo (1994), del "siglo de siglas" como noria, del "siglo de máquinas y extraños, de aeropuertos y tiendas de gasolinera", de El siglo de las sombras. Uno de sus cuadros fundamentales, a mi modo de ver, es en ese sentido Un cierto ocaso (1996): el mar, el cielo, nuevamente la noria y otras arquitecturas lineales y medio desmoronadas contra el cielo, y su bandera cartagenera sonriendo
 
Memoria del siglo español. Charris reivindica sistemáticamente a escritores de las primeras vanguardias hispánicas. Sus dos Ídolos máximos, en ese sentido, son Ramón Gómez de la Serna -inspirándose en él ha escrito "greguerías al óleo"- y Vicente Huidobro, dos escritores que siempre demostraron ser especialmente porosos a las artes plásticas, algo que en el caso del madrileño está muy claro cuando hojeamos su genial enciclopedia de los Ismos (1931), mientras en el del chileno debemos referirnos a los poemas visuales en colores que a comienzos de los años veinte integraron su libro nonato Salle 14 -de próxima edición facsimilar por el IVAM-, y a sus retratos por Picasso, Juan Gris, Arp, Torres García, Lajos Tihanyi, Santiago Ontañón y otros artistasÖ La estela ramoniana, en el arte español de este fin de siglo, estela de modernidad compatible con el gusto por lo ochocentista, de humor jovial que puede torcerse en negrura, de cosmopolitismo compatible con el casticismo, de amor por el objeto y muy especialmente por los pecios del Rastro, esa estela sigue siendo muy visible, por muchos rincones, algo que desgraciadamente se puede decir de muy pocos escritores de su tiempo español. En cuanto a la cofradía de los admiradores del autor de Altazor, aun siendo bastante más reducida, incluye a algún colega y amigo de Charris, y estoy pensando sobre todo en  Dis Berlin, que por encargo de Paloma Chamorro pudo rodar una película a partir de Hallali. Fantástico el "Manifiesto de manifiestos" escrito por Charris para el catálogo de su exposición murciana de 1991, a partir de uno de los Manifestes de 1925. Fantástica, magistral, oportunísima, la fórmula con que se cierra, en el número 9, de agosto de 1998, de La Naval, un viejo texto huidobriano recuperado por el pintor: "Después de tanta tesis y tanta antítesis, es preciso ahora la gran síntesis".
 
Otro testimonio reciente de sus buceos vanguardistas hispánicos: la inclusión, en el mismo número de su minirrevista, de unos fragmentos de la novela Paula y Paulita, de Benjamín Jarnés. Uno de los mejores prosistas del 27 se suma así a una lista abrumadora, como todas las que se pueden extraer de la obra multiforme de Charris, en la que coexiste con Valle-Inclán, Joan Miró, el trío de la Residencia (Lorca, Dalí, Buñuel) y su amiga Maruja Mallo, Enrique Jardiel Poncela -La vida es tan amarga que abre a diario las ganas de comer-, Torres García -homenajeado ya en dos ocasiones-, César Vallejo, Oscar Domínguez, el Josep Renau fotomontador ña cuyas grandezas y miserias alude, aquí mismo, El hombre de las tijeras en el país de los Renaus-(1998), Joan Brossa, el cantante cubano Bola de Nieve, la excelente novela cartagenera de Ramón J. Sender, Mister Witt en el Cantón (1936) -de ahí tomó el antes referido seudónimo -Jorge Witt--, o el poema de 1934 "Costa en Cabo de Palos" de Antonio Oliver.
 
Otro "club de fans" al que pertenece Charris, y que me parece absolutamente necesario mencionar a la hora de hacer un recorrido por su background literario, es el de Tintín. La línea clara (1999): un concepto nacido en el contexto del comic belga, y genialmente desarrollado por el propio HergÈ, y por Jacob. Luis Alberto de Cuenca lo ha trasladado con éxito al ámbito de lo poético. Gonzalo Tena ha demostrado que es posible aplicarlo a la pintura, y desde lo negro: "línea clara oscura". Al igual que ellos, no pocos de nuestros mejores poetas y narradores, de nuestros mejores pintores, han extraído enseñanzas perdurables de la lectura de los álbumes de Hergé, alguien, por lo demás, que a lo tarde logró reunir una colección de pintura, y que llevaba muchos años aprendiendo tanto del realismo mágico como de su paisano Magritte, sin olvidar a los propios metafísicos.
 
Hergé: más allá de los homenajes explícitos, que en esta obra los hay, y muy sustanciosos -recordemos por ejemplo, entre los recientes, Lógica borrosa (1995), y sobre todo el definitivo Chang chez Hopper (1996)-, creo que es uno de los maestros que le han enseñado a Charris a ser él mismo, tras las máscaras. A maravillarse ante Un cielo de motel (1992), o ante Las viejas atracciones (1997) de un circo felliniano -origen de otra imagen todavía más magistral: Atracciones Franco (1998), que como propina incluye un homenaje al humor de  Tono y Mihura-, o ante un interior en la noche europea, o incluso, con una mezcla de ironía y sinceridad, ante realidades que le han sido "facilitadas" por artistas que se encuentran en sus antípodas, como pueden ser Jenny Holzer, Jeff Koons, Dan Graham o Sophie Calle. Sobre todo, a ser viajero inmóvil, que anhela espacios anchos. A construir cuadro a cuadro ese "territorio minado", como lo definí en 1991, al poco de conocerlo, que es Charrilandia. A soñar, sobre un mapa del Caribe, pálidamente coloreado, con historias de piratas. A perderse, también, en la blancura de la nieve y el hielo, algo que en el caso del belga se traduce en Tintín en el Tíbet, y en el del cartagenero, en Esperando a Malevich (1994) y otros cuadros de un bellísimo ciclo, del que todavía encontramos ecos en la obra de los años 1998 y 1999, por ejemplo en el mínimo Minimal, o en Nochevieja, Fin de siglo y Susana y los hombres, cuadros los dos últimos donde la eficacia del blanco aumenta debido a estar pintados sobre lienzos de dos metros de alto por tres de ancho.
 
Charris, como escritor él mismo. En su generación española no es el único pintor que ha desarrollado esa capacidad, y hay que mencionar en ese sentido la primitiva vocación literaria de Dis Berlin, patente en algún poemario inédito, y su temprano interés por Valery Larbaud, Paul Morand o Patrick Modiano, y un libro como Mitad del gozne de Xesús Vázquez, y el proyecto total de Perejaume, y la capacidad de Luis Mayo para darle veracidad, desde la ficción literaria, a unos cuadros bonaerenses tan sólo fruto de un viaje alrededor de su cuarto, y la doble militancia de un Angel Guache, presente él el también en La Naval charrisiana. Pero si exceptuamos el último caso mencionado, caso de alguien que en más de una ocasión ha parecido disponerse a abandonar definitivamente el campo de las imágenes por el de las palabras, resulta difícil encontrar, en la esfera española de las artes plásticas, a alguien más capaz de literatura, que Charris. Charris, como escritor, se encuentra disperso en sus catálogos -incluido este que el lector tiene entre sus manos-, en catálogos ajenos -ya he citado fragmentos de varios-, en revistas de arte, y por supuesto en las páginas de La Naval, donde lo mismo ve su ciudad natal como una tremenda y pesada bola, que se imagina, en el número 10, de septiembre de 1998, un diálogo cartagenero entre dos "abuelitos cerveceros", Mies, y Terragni, a propósito de la obra de Martín Lejarraga, un arquitecto amigo.
 
Entre los mejores textos charrisianos, están sus notas viajeras "Europía" -existe un maravilloso cuadro nocturno de mismo título, de 1998, que ahora se verá en su exposición valenciana-, fruto de un itinerario realizado precisamente aquel año, en compañía de Gonzalo Sicre y Paqui Marín, y publicadas en el número del verano de 1999 de Arte y Parte. En esas notas encuentro muchas cosas que me resultan cercanas. La reivindicación de Aix-en-Provence como ciudad sosa y por lo tanto interesante, y el éxtasis ante el perfil sagrado de la Sainte Victoire. El guiño larbaldiano y, todavía más importante, el guiño satiesco: aquí mismo se estrenará la monumental y apoteósica Parade (1999) charrisiana, un retablo con razón considerado por Gail Levin como "comunicado final" del siglo, y se verán sus fotomontajes, también de este año, Gnossiennes y Café Satie. El mencionado homenaje a Magritte y Delvaux, dos artistas universalmente provincianos. La alusión a otro de sus compatriotas, el gran pintor secreto -uno de esos autores oscuros que de repente se iluminan- que es León Spilliaert, reciente objeto de Spilliaert en Cartagena. El saludo a "la sombra de Hergé sonriendo entre la perfumada lluvia de la capital de los belgas". En París, "la imponente figura de la torre Delaunay". La reivindicación de los neones, que me recuerda un proyecto mío, cada vez más difícil de realizar pues por obra y gracia del progreso los objetos del mismo desaparecen a ojos vista: Museo de los neones de Varsovia. La locura de las influencias -"¿Cómo se puede tener cien maestros a la vez, y no estar loco?"- y la búsqueda, siempre, de la intensidad, de la pureza. El viaje como contradicción: "Sabes que no me gusta viajar, aunque adoro la idea del viaje". Y esa espléndida primera frase, que ya da el tono de la capacidad de este pintor voraz de imágenes ajenas, y endiabladamente inteligente, para conferirle cuerpo textual a sus obsesiones de pintor: "Autopistas de Europa. Museos del mundo. Lluvia azul. Ojos agotados y disco duro sobrecargado, suplicando memoria, emborrachado de historia".
 
Cierro esta ronda charrisiana, estas breves notas mías de admiración, que deberían ser, soy plenamente consciente de ello, mucho más extensas -apenas he hablado, por ejemplo, de Edward Hopper, aunque en mi disculpa diré que lo hice en otra ocasión, tampoco he mencionado dos de mis cuadros "menores" preferidos, Flat Iron Building (1994), con su homenaje a Edward Steichen, y Puerto Trópico (1995), que sería buen pretexto para el inicio de una novela-, cierro esta ronda sobre una imagen del propio Charris, una imagen literaria presente en el corazón de su propia pintura, la imagen de una veleta ballenera recortándose en el crepúsculo sobre El cielo en la Morería (1996), cielo que creí equivocadamente en un principio madrileño y torturadamente cansiniano -Rafael Cansinos-Asséns, tal vez el más radical de nuestros viajeros inmóviles, vivía en la calle del mismo nombre, junto al Viaducto amado por Jorge Luis Borges y en general por los poetas ultraístas-, pero que en realidad es un cielo propio: entre nubes bajas, limpiamente cartagenero.


Fuente:

Catálogo IVAM, Valencia 1999.