Charris
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Cantón

2011

Mateo Charris, Ángel

La caja de cerámicas cantonesas aparecida a finales de los noventa en unas obras en la comarca de Cartagena -el conocido como cofre del Lentiscar- ha sido objeto de curiosidad y estudio por los especialistas en la materia, sobrepasando el ámbito regional tras los estudios publicados por el profesor Chongren1 de la Universidad de Guangzhou en las que se las reconoce como un valioso y anómalo camino estilístico de la cerámica popular de Cantón llevado a cabo por una pequeña fábrica destruida tras la invasión japonesa en la China de los años treinta del siglo pasado2. La caja, con más de cien platos únicos y claramente excéntricos dentro de su ámbito de procedencia, permaneció enterrada durante décadas bajo las cochineras de una casa de campo e incluía un valioso testimonio documental en forma de carta, que es el que publicamos íntegramente aquí, y que aporta bastantes pistas de cómo acabaron en un rincón de la costa mediterránea esta peculiar colección de platos que han venido a unir dos lugares tan distintos y geográficamente tan separados. La aparición de una próxima novela de Goran Galindo -La senda de la porcelana- en torno a las pintorescas peripecias de la caja y su remitente le aseguran una cierta atención mediática y hará que se inscriba un poco más en nuestro imaginario y esperamos que también despierte un renovado interés por las artes aplicadas y su valor como herramienta de la historia. Las palabras de Nicolás3, el remitente de la caja, nos hablan de un viaje de ida y vuelta, de ciertos temas cantonales y de inspiración cartagenera y de los vaivenes históricos y formales de una convulsa época entre dos siglos y dos continentes. Las anotaciones al texto han sido tomadas del estudio que el profesor Lecuona, al que agradecemos su amabilidad, publicó para el catálogo de la muestra que el Museo Nacional de Artes Decorativas de Madrid dedicó al cofre del Lentiscar en el año 20054.

Querido primo Ginés5:

Espero que al recibo de la presente te encuentres bien, así como la familia que ahora tendrás y lo que quede de la nuestra, pues han pasado tantos años que no confío en que vivan muchos de los que dejé allá por el año 1874, cuando me ausenté de la Cartagena que me vio nacer y que tanto recuerdo. Tantísimo tiempo ha pasado que imagino tu extrañeza al recibir estas letras y yo mismo no sé por donde empezar para ponerte al día de las cosas que me ocurrieron y hasta donde me llevaron las circunstancias, mis ganas de ver mundo y las decisiones de juventud, tan ciegas y obstinadas, tan inexplicables pero a la vez tan llenas de razón. Algo sabes ya por las indicaciones de este cofre de adonde acabaron encaminándose mis pasos y pronto sabrás cómo me gano la vida, como he conseguido todas estas arrugas que surcan mi cara y donde quedaron todos mis sueños, que tu conocías tan bien porque muchos eran también los tuyos. No espero que me entiendas ni que me perdones pero si queda algo del Ginés que conocí sé que recibirás esta carta con más cariño que resentimiento, con más curiosidad y alegría que desagrado. ¡Cuantas cosas vivimos juntos aquellos años de la niñez, y qué felices se me aparecen en la memoria! Tiempos de juegos y fiestas, de trastadas y peleas, de batallas a pedrada limpia, de mocear y cantar, tiempo de alegrías y algunas amarguras que borrábamos a base de risas y ganas de vivir. Y aquellos cruces de sables que nos hinchaban las venas y nos convertían en gigantes. Pero dejemos lo que ya sabes y pongámonos con lo que no.
Dejé la ciudad entre los escombros y las hogueras de una guerra que ya había dejado de sentir como mía hacía tiempo, desde el momento en que los ideales y las ansias de libertad y progreso acabaron ensuciados por la mezquindad, las traiciones y las envidias de algunos. No fueron los centralistas los que me dejaron el alma tan rota como mi vieja casa de la calle Salitre, aunque sus cañones contribuyeron a ir derrumbando mi mundo de certezas y recuerdos, mi entusiasmo y mi inocencia, ni fue el dolor o la muerte en aquellos días de los abuelos que me criaron, ni creo que fuera la cobardía: fue la misma guerra, su espíritu mezquino y vergonzante, el que me hizo intentar escapar de mi sombra aunque para ello tuviera que dejar atrás cosas tan valiosas como el cariño que os tenía a vosotros y el amor a mi ciudad, a la que nunca he olvidado.
La misma noche del entierro de la abuela, que fue la única madre que conocí, cogí lo poco que tenía y me escapé caminando, sorteando los puestos del enemigo y destrozando mis botas por las tierras de la Mancha hasta que encontré unos arrieros que, dirigiéndose al Norte, me ofrecieron hospitalidad y buena camaradería. Hizo el destino que se encaminaran a Burdeos y allí fue adonde yo los seguí, incapaz de marcarle un rumbo determinado a mi futuro, dejándome llevar, tomando las cosas según venían y con la escolta del ánima de la abuela ayudándome, porque fueron tantas veces las que pudieron pasarme cosas malas que no entiendo como pudo llegar un chaval como yo era en aquellos años, inexperto e ignorante, a recorrer medio mundo poblado de truhanes y bandidos, pero también de gente buena que son los que yo tuve la fortuna de conocer. En Burdeos me embarqué con unos vascuences hasta las costas inglesas y en Portsmouth estuve un tiempo viviendo en los muelles, trabajando en lo que podía y aprendiendo a hablar el idioma y las costumbres de los de allí. Pasé muchas penas e infortunios, más hambre que un maestro escuela y aprendí algunas cosas de las que no estoy orgulloso pero que me ayudaron en esta dura carrera que es la vida. Un día vi que un armador buscaba tripulación para ir a Cantón, en los mares de la China, y vi en el nombre una clara señal del destino. Siempre me han pasado cosas así y confío mucho en los caminos que nos marca el Señor, o será la abuela la que me susurra al oído las pistas que necesito, pero cuando veo algo así de claro tengo que coger carretera y manta, encomendarme a Dios y al diablo y agarrar las riendas bien fuerte.
La travesía fue muy larga y casi nunca agradable, pero algunos cielos azules y alguna que otra parada me hicieron saber que ese era el camino, y que esa era la vida que me había tocado llevar, echándoos siempre de menos, pensando siempre en volver, pero ya que el cantón en el que yo viví ya nunca iba a volver elegí ir a ese otro de hombres amarillos y promesas de aventura. Por aquellos días las historias de los libros leídos se trenzaban en mi cabeza con las mías propias, siempre menos bonitas e interesantes, siempre más amargas y duras. Nuestro barco tuvo que entrar a reparaciones en Ceylán tras una fuerte tormenta y a algunos nos embarcaron en otro de la misma compañía que iba hasta el Japón. Vi piratas en Malasia y ballenas frente a las costas de China, y un tifón casi tan malo como el cólera que me tumbó y me dejó, en el puerto de Yokohama donde me desembarcaron, a las puertas de la muerte. Sobreviví gracias a un cura portugués de una pequeña misión, el padre Eusebio, un santo que merecería estar en los altares, que me alimentó y cuidó hasta que la vida dejó de escapárseme por mis entrañas. Estuve un tiempo allí, aprendí algo de japonés y si por el padre Eusebio6 hubiera sido aún estaría ayudando en las misiones a otros desgraciados como yo. Pero no estoy hecho yo a la santidad y me seguían llamando el camino y Cantón, que ya sabes como soy yo de cabezón cuando se me mete una idea en la cabeza, así que me despedí del buen padre y me encaminé por esas tierras japonesas buscando la mejor manera de encontrar mi lugar en el mundo.
Una mañana había llegado a uno de tantos templos que hay en Kamakura7, un pequeño pueblo con la figura más grande de Buda que yo había visto, y me detuve a contemplar un par de tortugas que tomaban el sol en una charca. (¿Qué pasaría con aquellas tortugas que tenía la abuela en el patio? ¿Sobrevivirían debajo de aquel montón de escombros? ¡Qué extraña es la vejez que te devuelve todos esos pequeños recuerdos olvidados del pasado aunque no te acuerdes de lo que cenaste anoche!) Estuve un montón de rato mirando los dibujos del sol en el agua, hipnotizado por lo mismo que parecía atraer a aquel par de tortugas, cuando vi que no estaba solo, que había un japonés que se sorprendió tanto de verme a mí como yo a él. Se llamaba Kubo y era uno de esos guerreros del antiguo Japón que deambulaban sin trabajo y sin meta por los nuevos tiempos, uno de los últimos samuráis perdido sin un señor al que servir ni un código que respetar8. Si no conoces a los asiáticos te diré que no es fácil hacerte amigo de ellos, más que el idioma y las costumbres tiene que haber cosas en la sangre que nos hacen ser diferentes aunque todos caminemos sobre dos piernas y respiremos del mismo modo, pero Kubo se convirtió en el mejor amigo que he tenido, en mi socio y mi familia y dio pruebas sobradas de haber dado un brazo por mí como yo lo hubiera hecho por él sin pensármelo un instante.
Juntos llegamos a Cantón y empezamos a buscarnos la vida en mil oficios. Fui carnicero (por aquí se come todo lo que tiene patas menos las mesas), herrero, albañil, fabricante de pólvoras y con el tiempo acabé trabajando con un comerciante que trataba con ingleses, con lo que me sirvieron bien los meses que pasé entre los hijos de la Gran Bretaña, los barcos y los marinos.
Kubo se casó con la hija de un fabricante de porcelanas, la dulce Yumiko, y aprendió muy bien el oficio de la cerámica y sus decoraciones. Como yo nunca me casé (tengo que decir que en eso no hice caso a los susurros constantes de la abuela) la familia de Kubo ha sido la mía estos años, sus hijos los sobrinos que nunca tuve y hasta la fábrica de lozas ha acabado siendo también mi vida, ya que mi amigo me pidió que le llevara las cuentas y los tratos con los comercios europeos y acabé siendo el director junto a su hijo mayor cuando mi amigo murió hace unos años. Así que, mira por donde primo, ahora no sólo estamos emparentados por la sangre sino también por el oficio. Me gusta pensar que habrás seguido como primogénito llevando la fábrica de cerámicas de tu padre en Santa Lucía y que nuestras vidas se conectan a través de esos lazos misteriosos entre el barro y los calores del horno. No sé, son tantos años y tantas cosas pasan en la vida que igual es estúpido pensar que aún algo del viejo mundo se mantiene en pie.
Pero en los momentos difíciles hay que aferrarse a la esperanza y ahora yo veo una luz allí, en mi tierra natal y en la familia que me queda y es allí adonde se dirigen mis plegarias ¿o será otra vez la abuela y sus desvelos los que me han hecho acordarme en mitad de la noche en mi primo Ginés y mi Cartagena?
Así que ahora vas a saber el motivo de este cargamento, de esta carta y de mis ruegos, querido primo, que sé que atenderás con todo el cariño y la fuerza de la sangre que llama.
Con esta carta te envío algunos de los productos que nosotros fabricamos, de buena calidad y de curiosos diseños, he hecho que nos pinten algunos de ellos con los motivos que recuerdo de nuestra tierra, los hay otros chinos y hasta los hay de un dibujante llegado de Francia algo loco y muy creativo que dice que son cosas que se llevan en Europa y que tendrían buena salida en las casas de la gente pudiente9. Yo no entiendo mucho y las cosas de la juventud hace tiempo que me parecen insensatas y extravagantes pero tienen la fuerza de lo nuevo y la energía que a nosotros nos empieza a faltar, así que he aprendido a valorarlos y a no menospreciarlos de antemano. El caso es que estos chinos son unos artesanos buenísimos, grandes trabajadores y honrados y sus productos muy buenos.
Por aquí no son buenos tiempos. Vuelve la guerra a tocar a mi puerta y los japoneses a tocar la de la China. Se oyen cosas atroces de esta invasión cruenta y es que estos orientales son capaces de lo más sofisticado y delicado y lo más cruel al mismo tiempo, segando cabezas o torturando mujeres al tiempo que toman su taza de té en un bol de la mejor porcelana. Ya no temo por mi vida, que sé que no será mucho más larga y la doy por bien pagada, pero sí por la de mi familia cantonesa y prefiero buscarles paz y sosiego en la pobreza que intentar mantener una mejor vida rodeado de las crueldades de la guerra.
Necesito colocar todas las mercancías de la fábrica y pedirte que nos des trabajo a mí y todos mis chinos o que me ayudes en este duro camino que nos queda; hay niños y mujeres y siento que tengo que ocuparme de la gente que durante estos últimos años han estado cuidando a mí. Si tu ya no puedes, seguro que aún conoces gente del oficio allí en España. Tengo un barco holandés que podría cargarnos las cajas y materiales y algo de las cosas de los nuestros, y si no, da igual, más vale volver a empezar juntos y vivos en cualquier parte que seguir soportando estos tambores de guerra y ese bicho que ya empieza a cambiar a las personas y sacar lo peor de cada cual.
Contéstame algo por telegrama a la misión de los jesuitas en Cantón, que tengo ahí un conocido que me puede hacer llegar noticias, y hazlo pronto porque estas cosas nunca se saben como van a ir de deprisa.
Ojalá podamos estar otra vez pronto juntos en nuestra tierra. ¡Tenemos tantas cosas que contarnos y tanto tiempo perdido! Yo no dejo pensar en mi tierra y en su sol, en su puerto y en poder pasar tranquilamente los últimos años de mi vida en paz y con toda mi familia reunida!

Tu primo que mucho te quiere:
Nicolás.

Cantón, 18 de julio de 1936.

 

NOTAS:

1 Chongren, Tchang: Lentiscar's Treasure: Unusual Cantonese Pottery in Spain. Arts & Crafts, n. 334. Pags. 22-33. Sydney, 2007.
2 Según el profesor Chongren el taller de cerámica se corresponde con una pequeña industria situada en las afueras del actual Guangzhou, cerca de los jardines Yuntai, y que, como se indica en el texto, fue destruido durante la Segunda Guerra Chino-Japonesa, también llamada en China Guerra de Resistencia Anti-Japonesa del pueblo de China.
3 El misterioso Nicolás F. que figura como remitente del envío ha querido ser identificado con algunos de los integrantes poco conocidos de la sublevación cantonal cartagenera, en concreto con Nicolás Falsacapa, aprendiz de escribiente y esporádico colaborador en las publicaciones periódicas de la época, pero también con Nicolás Fernández, panadero y artillero, que unas versiones dan como ajusticiado en la represión que siguió al restablecimiento del poder central tras la caída del último bastión del federalismo español y otras como desaparecido.
4 Lecuona, Tobias: El cofre del Lentiscar. Ed. Munuera. Madrid, 2005.
5 Ginés Ros (Cartagena, 1860-1928), maquinista, hijo del propietario de la fábrica de cerámica La Fraternidad del mismo nombre que llegó a ser destacado activista del anarquismo en la región e incluso participó en el congreso fundacional de la Federación Anarquista Ibérica en El Saler (Valencia) poco antes de su muerte.
6 Eusebio Candeal (Macao 1840- Yokohama 1905) misionero portugués que ejerció sus labores pastorales en Yokohama. Fue beatificado en 1962.
7 Kamakura y su célebre daibutsu aparece en la iconografía de algunos de los platos del Lentiscar.
8 Los samuráis, guerreros representantes del feudalismo japonés, desaparecieron a finales del siglo XIX. Aunque los últimos samuráis acabaron tras la rebelión Satsuma en torno a 1877, este cuerpo de guerreros había ido desintegrándose durante los siglos precedentes situándose su máximo apogeo en el periodo Sengoku.
9 El estilo y variedad estilística de los platos nos habla de algún artista con conocimientos de las vanguardias artísticas europeas de su tiempo. Aunque no es muy conocida la participación de artistas asiáticos en la escuela de París más allá del conocido Fujita (Tokio, 1886- Zurich, 1968) el profesor Changren ha creido poder identificar al autor de las curiosas imágenes en la figura de Ho Wei, un artista de Manchuria del que se sabe muy poco. Sorprenden sus citas del pato Donald que había hecho su primera aparición cinematográfica sólo dos años antes (1934) de la datación de los platos del Lentiscar y que según algunos podrían tomarse como ejemplos avant-la-lettre del movimiento pop.

 

Hacer un plato lleva su tiempo: conseguir un barro sin impurezas, modelar, aplicar engobe, pintar, cocer a la temperatura adecuada, esperar. Esperar es una parte importante de todo proceso creativo.
Hace ya mucho tiempo Luis Artés, amigo al que conozco hace décadas, me pidió colaborar con su galería en forma de una edición de serigrafías, posiblemente una carpeta. Pero tú pones un grano de maíz en el microondas de un artista y a veces sale una palomita y otras una panocha de plástico.
Estuve dando vueltas a qué hacer y por aquel tiempo otra amiga, Ana Escarabajal, me pidió una portada para una nueva edición de Mister Witt en el Cantón, uno de esos tantos proyectos que no salen pero que introdujo una semillita en mi cerebro de lo que ahora es Cantón. Cualquier cartagenero lleva en su bagaje la historia aprendida de la revolución cantonal y cierto sentimiento de orgullo por la quijotesca aventura y un año, 1873.
Esa fecha me volvió a aparecer en la base de una estatua de bronce de un samurái en un parque junto al Palacio Imperial de Tokio y mi imaginación unió esas dos cifras y dos mundos, la del declive de los últimos samuráis y la de la ascensión y caída de nuestra doméstica revolución.
Pero no fue ahí en ese parque, sino en el mismo templo de Kamakura donde Nicolás Falsacapa contempla un par de tortugas sesteando al sol, donde se me aparecieron Ginés y Kubo y toda la historia de Cantón y de los platos del Lentiscar. Y las serigrafías fueron creciendo en número y de una edición de un plato se pasó a esta colección de platos originales más lorquinos que cantoneses, más XXI que XIX, y esta historia de barro y fuego.
Poco importa que, como descubrí después, la estatua que vi en Japón fuera la de Kusunoki Masashige, un samurái del siglo XIV, y la fecha inscrita la más probable de la fundición de la pieza. Es lo que tiene viajar sin guía por un país de kanjis y diablos extranjeros y es así como vemos los artistas el pasado, como un campo fértil en el que sembrar, como un baúl en el desván en el que encontrar disfraces con los que jugar: dejemos a los historiadores la precisión y desenvainemos nuestras katanas de madera.