Nada del otro mundo
2008
Mateo Charris, Ángel
Libro Nada del otro mundo
–El universo no es más que una maraña de moléculas que están chocando unas con otras. Las formas que vemos sólo existen en nuestras consciencias.– Dijo el anciano científico –Los entes distintos son sólo las formas en que decidimos percibirlos.[1]
Sus palabras resonaban por encima del sonido de la televisión desde donde los boxeadores se machacaban ante el público de convalecientes allí reunidos. Uno de los guardaespaldas del rapero orientaba la parabólica por la ventana del hospital para sintonizar mejor la emisora, mientras Tony Soprano –ya bastante recuperado de la bala disparada por los delirios de su tío– escuchaba atento las explicaciones del viejo.
Su peculiar enfoque de la ecuación de Schrödinger[2], un verdadero demolavanidades, hacía parecer lo informe y la sopa molecular del universo como lo que seguramente es: un complicado galimatías con un orden-desorden interno que nunca llegaremos a comprender del todo. Puño y cara, calzón y cuerpo, blanco y negro serían sólo una tormenta de partículas en suspensión que nuestros cerebros han aprendido a identificar con un determinado código. Una de esas teorías que pondrían al borde del colapso a los creacionistas, pero que a lo mejor iluminaba en parte algunas de las intuiciones de la sabiduría popular.
El rostro del jefe del clan mafioso parecía iluminado por una revelación.
Desde este otro lado de la pantalla yo también parecía estar descubriendo algo, contemplando un huevo que se resquebrajaba y del que no estaba seguro qué podría salir. Enfrente de mí descansaba un moleskine[3] con dibujos de Teresa Moro y empecé a ojearlo como para no perderme en inmensidades y confusión de identidades. Pero sucedió lo contrario, las palabras del ingeniero jubilado me susurraban una nueva explicación a las misteriosas imágenes de la artista: a fuerza de ser utilizados nuestros muebles acaban siendo nosotros y nosotros, con ellos, nos volvemos un poco más madera, acero, skay, cuero, terminan pareciéndosenos como dicen que ocurre con los perros y sus dueños. Elegimos unos objetos con los que vivir y eso los hace conectarse con nosotros, digamos que la batalla molecular de la que hablaba aquel tipo podía hacer que nos identificásemos más con ellos. ¿Y qué pasaba con esos objetos comunes que compartíamos con el resto de la humanidad en salas de espera de aeropuerto, autobuses, clínicas odontológicas...? ¿no escondían ellos nuestro retrato como especie? ¿no seríamos todos un poco cachivaches que el tiempo arriconará en algún almacén?
Los pensadores del diseño se están dando ahora cuenta del componente emocional de los objetos[4], algo que ya intuíamos el resto de los mortales sin necesidad de verlo por escrito. Hay muebles alegres y lámparas deprimidas, jerseys a los que amamos y carteras a las que no podemos renunciar aunque se nos deshagan entre las manos. Hay sillas antipáticas y vajillas con complejo de superioridad, ceniceros autistas y teléfonos con graves trastornos de personalidad.
Al pintor Manuel Sáez, otro gran observador de lo inanimado, le oí hace poco en una entrevista:
–Yo le atribuyo a determinados objetos, o a casi todos, un comportamiento psicológico.[5]
Y eso es lo que nosotros, espectadores enredados en códigos visuales y asociaciones de ideas, anhelamos encontrar en estos mobiliarios cotidianos que Teresa Moro pone en nuestro punto de mira. Ahí están siempre, pero es cuando la artista los caza y los cuelga disecados en sus papeles cuando percibimos su presencia. Objetos de polvo en suspensión que, flotando en el agua, habían venido a posarse en un cierto orden en las páginas del moleskine. Y a su vez –en el interminable juego del reflejo de los espejos y la potencia de diez– sus imágenes incluían casi siempre otro de esos cuadernos de tapas negras. Y pensé en el libro que recoge estas palabras descansando en alguna de tus mesas, sobre una mecedora o una estantería y como creerías estar viendo una imagen digna de ser pintada por Teresa.[6] Si en ese momento en tu televisor apareciera una escena del capítulo 69 de Los Sopranos pensarías que eres un tipo especial y que el universo te regala estos pequeños milagros.
Pero la voz del científico volvió a poner orden en el asunto:
–¿Pero es que no has entendido nada? No es magia, son solo ondas electromagnéticas y choques de partículas. Nada del otro mundo.
Seguramente las ideas, esas pequeñas descargas eléctricas, también van flotando en el ambiente, saltando de unos a otros aunque nuestro desmesurado ego nos haga creer que son sólo nuestras, pequeñas hazañas de una mente privilegiada. Alguna de esos anticiclones de partículas me había llevado de los Sopranos a la Moro. Tal vez estaba sentado en una silla cargada de pensamientos o tal vez el arte sea eso: un acumulador de energías y de ideas, una especie de antena para que jueguen nuestros sentidos e intelectos, o un sillón para que reposen nuestros discos duros.
Y entonces me acordé –no intentando ya encontrar explicaciones racionales a los vaivenes de mi extraño funcionamiento cerebral– de El cielo sobre Berlín[7] de Wim Wenders, donde personas anónimas absortas en sus pensamientos y preocupaciones reciben consuelo de seres angelicales que el director alemán identifica con austeros personajes de negros abrigos según cierta estética de los ochenta. ¿Y si Wenders hubiera escuchado la música y no reconocido el instrumento? ¿No serán los ángeles esos bancos de metro, esos asientos de coche los que susurran tranquilidad en los atascos, esos taburetes de bar los que ahuyentan las oscuras angustias del suicida?
Y si no lo son comparten con ellos su condición de invisibilidad. Así llamó Teresa Moro a una de sus exposiciones –Los invisibles– aludiendo a la doble condición de estos objetos, pasando desapercibidos entre las idas y venidas de nuestra vida cotidiana y cargados a su vez del rastro imperceptible de sus ocupantes, temporales amantes de moléculas en frotación, espectadores de fabulosas colisiones de galaxias subatómicas bajo la luz de un neón parpadeante o una pared desconchada.
James Gandolfini[8] seguía intentando encajar la teoría de Schrödinger entre el sexto y el séptimo asalto. O tal vez sólo estaba calculando las ganancias de las apuestas en el caso de que ganara uno u otro combatiente. El viejo por el contrario parecía feliz, perdido en su universo de números y espacios infinitos.
[1] Los Sopranos, episodio 69. Guión: Diane Frolov & Andrew Schneider.
[2]La ecuación de Schrödinger, desarrollada por el físico austríaco Erwin Rudolf Josef Alexander Schrödinger en 1925, describe la dependencia temporal de los sistemas mecanocuánticos. Es de importancia central en la teoría de la mecánica cuántica, donde representa un papel análogo a las leyes de Newton en la mecánica clásica. (Wikipedia)
[3]Moleskine es un cuaderno de notas con cubiertas de un tipo de tela llamada moleskin, posee además una banda elástica para sostener el cuaderno cerrado y un lomo que permite que el mismo sea abierto completamente. Los Moleskines son fabricados por Modo & Modo, una empresa italiana; que además posee la marca registrada "Moleskine" (Wikipedia)
[4] Norman, Donald A.: El diseño emocional. (Por qué nos gustan (o no) los objetos cotidianos). Ed. Paidós. Barcelona, 2005.
[5] Entrevista a Manuel Sáez en Arte10TV.
[6] Momentos de lo infraleve, que diría Duchamp. Hay artistas que necesitan que caigan las torres gemelas para ponerse en marcha y otros que se especializan en el susurro y en el momento fugaz de un parpadeo, en el suspiro de un tresillo insomne.
[7] El Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin). 1987. Película de Wim Wenders protagonizada por Bruno Ganz y Peter Falk.
[8] Actor que interpreta a Tony Soprano en la serie Los Sopranos.
Fuente:
Para el libro de Teresa Moro Nada del otro mundo 2008. ISBN 9788461222599