Malick Sidibé
2012
Mateo Charris, Ángel
© Malick Sidibé
© Malick Sidibé
© Malick Sidibé
Malick Sidibé, uno de los más grandes artistas africanos, lo era casi sin saberlo. Aquí casi podría pasar por un fotógrafo de los que llamamos de bodas, bautizos y comuniones (BBC). Su astroso estudio de Bamako atesora gran parte de la energía vital de sucesivas generaciones de malienses: en sus mejores galas, en las celebraciones y bailes, con sus motos y objetos favoritos, con sus trajes africanos y con los modelitos occidentales a la moda, dejando constancia de su energía y de sus ganas de vivir. Sidibé -el James Brown de Bamako– adoraba el twist y el rock and roll, la música moderna y el cine occidental, y no el folklore africano, como parecen indicar sus trajes y sus maneras. Y un día llegaron a África los buscadores de novedades, el safari de los comisarios de arte buscando a los nuevos magos de la tierra y se toparon con la fotografía africana, y con Seydou Keitá y Malick Sidibé.
En el 2000 estuve en su estudio y pude ver la cueva del tesoro en forma de cientos de cajas de cartón llenas de polvo con el archivo de toda una vida, cámaras viejas, catálogos de algunos de los principales museos del mundo (el Stedelijk de Amsterdam, el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, la Fundación Cartier) que él enseñaba sin darse la menor importancia, como si estuviera enseñando la hoja parroquial o el periódico del pueblo y que extraía de alguna montaña de cachivaches y revistas variadas. Nos hicimos una foto en su estudio, con el fondo de tono oscuro que usaba para los pocos blancos que tenía de clientes o los que vestían de tonos claros (los negros sobre fondo claro, así de fácil). Y no daba el tipo de artista internacional que ya empezaba a ser. Siempre riendo, como haciendo profesión de fe de su teoría estética: “para mi la fotografía es sobre todo juventud, es un mundo feliz, lleno de alegría; no es un niño llorando en una esquina o un enfermo”. Y personificaba las tres patas de lo que debe ser el arte africano: vida, verdad, pureza. También parecía tan pobre como el resto de sus paisanos, al menos para nuestros estándares occidentales, aunque expone en las galerías del mundo y podría vivir en Paris, pero siente que tiene un compromiso con su gente y quiere devolver todo lo que ha recibido, sin que nada de eso suene falso en sus palabras: “He amado a la gente. He reunido al mundo entero, la gente dice que mi sitio parece la República Popular China. He sido capaz de ayudar a los pobres, a los niños de la calle, a los necesitados; la gente decía que me estaba arruinando mientras que, de hecho, me estaba enriqueciendo. Lo que di, Dios me lo ha devuelto. No hace mucho un viejo me dijo ‘hay dos cosas que son muy difíciles en la vida: decir la verdad y dar’. Esto es verdad. En mi vida y en mi fotografía. He dicho la verdad y he dado. Esa es indudablemente la razón de mi éxito”.
El arte no va de buenas y malas personas, pero si va de ‘verdad’ y la de Malick Sidibé es esa enorme y festiva sonrisa compartida a ritmo de funk.
Fuente:
Para la exposición “La maleta de Malick”, dentro de la programación de La Mar de Músicas, en el Centro Cultural CajaMurcia, Cartagena.