La habitación roja
2010
Mateo Charris, Ángel
Los que visitan a menudo los talleres de los artistas saben que hay momentos en los que el paisaje del lugar cambia irremediablemente. Del desplazamiento sutil al tsunami arrollador, un nuevo material se desparrama por la estancia o una gran nevada cubre los lienzos antes veraniegos, lo pequeño se transforma en enorme, lo curvo en recto o lo cóncavo en convexo. A veces es un color el que impone su presencia como si hubiera ganado una particular batalla contra el resto del espectro luminoso. Lo que se ve es el efecto de la lava derramada, la gran explosión de fuego, azufre y brasas, pero los artistas sabemos que ese volcán amenazaba con estallar mucho tiempo antes, gestándose entre los restos de naufragios y batallas contra molinos.
Y ahora cerremos los ojos contra un sol abrasador. Y en ese cálido universo de naranjas y rojos veamos flotar formas indefinidas, volutas de humo y demonios domésticos. De entre esa bruma encarnada empiezan a aparecer los genios de lo cotidiano y lo pequeño –una taza de té, una rama seca recogida en el patio, un papel arrugado, un juguete roto– empezando a delimitar el mapa del lugar, los límites de un territorio familiar y seguro: algo así ha ocurrido en el taller de María José Contador.
Hace años si caías enfermo de sarampión te cerraban las ventanas y encendían una luz roja. La habitación se convertía en un extraño mundo bermellón: el poder curativo del rojo. Aún hoy los que utilizan la cromoterapia atribuyen a este color numerosas propiedades vigorizantes entre las que están el acelerar la circulación sanguínea y el ritmo respiratorio, agudizar los sentidos y el que las acciones se vuelvan automáticas. En Japón el color rojo simboliza el centro de la vida, lo eterno, su destino.
Las obras de Contador siempre me han parecido japonesas, de una parte de esa sensibilidad al menos: la que tiene que ver con el wabi-sabi, con el gusto por la fugacidad y el amor a las texturas y los materiales gastados, el contraste entre lo artesanal y lo natural, la poesía del azar y la mecánica del equilibrio invisible.
En el otoño japonés a la información meteorológica de los telediarios le añaden el seguimiento a la hoja roja. Cumplidamente se da cuenta del ritmo al que va enrojeciendo el paisaje y ejércitos de amantes de la naturaleza –¿hay algún japonés que no lo sea?– viajan en sus trenes-bala a apreciar el sencillo pero incomparable espectáculo de unos árboles que siendo verdes apenas días antes entonan un maravilloso canto del cisne colorado. Para peregrinar a ver un fenómeno natural –también lo hacen en la época del florecimiento de los cerezos– hay que tener algún gen específico. Debe tenerlo esta artista nipona del Mediterráneo. Si entramos en sus horizontes cuadrados nos podemos recrear en sus objetos suspendidos, en sus mundos recolectados en una mesa –museo imaginario del coleccionista de instantes– y al volver a salir por esas rendijas amarillas, esas puertas al mundo real, podremos ver, como dice un grupo de pop español[1] que ahora en la habitación todo tiene otro color.
[1] La habitación roja.
Fuente:
Para la exposición de María José Contador del mismo nombre en Galería Bambara.