Welcome
2009
Mateo Charris, Ángel
Crucé una puerta con el rótulo de WELCOME, en Times New Roman y negrita, sobre una puerta magenta. Las paredes eran grises y el suelo de algo parecido a linóleo. Había atravesado el umbral de la otra vida y en lo único que podía fijarme en esos momentos era en la decoración y el mobiliario, en la tipografía y en los pequeños detalles. ¿Habría ceniceros en el infierno?¿Sillones de espera?¿Pelusa en los rincones?
Porque si de algo estaba empezando a darme cuenta era que aquello era la antesala del infierno. Lo intuí cuando la encargada de la enorme recepción en la que había aparecido me indicaba, tras un buen rato de ansiosa y desconcertada espera, las escaleras de bajada hacia no sabía dónde.
¿Preocupado? Estaba tan alucinado que no sabía ni si allí un segundo seguía a otro, o si las distancias tenían algo que ver con mi percepción de ellas. Noté que no me salía aliento ni sentía el pulso en mis venas: estaba muerto.
Antes –¿minutos?¿siglos?– todo había ocurrido tal y como lo predecían los amantes de lo parapsicológico: el túnel de luz, los seres luminosos que te invitaban a entrar, la paz y la musiquilla indescifrable, hasta que esa nube dorada se desvanecía y unos bedeles te llevaban a esa gran sala, demasiado corpórea, extrañamente real para lo imaginado. Hubiera vendido mi alma por un cigarrillo, aunque creo que ese título de propiedad ya no estaba en mis manos.
La habitación en que me encontraba no era demasiado grande, pero sí tenía unos techos muy altos y las paredes repletas de archivadores. Los rótulos estaban en español –¿así que ese era el idioma oficial del infierno?– o tal vez tenían la capacidad de aparecerse en cada idioma según la lengua del que los leía.
Había un gran escritorio y tras él un oficinista calvo con una chaqueta estilo Mao me pedía que me sentara. Parecía estar leyendo atentamente un expediente. Este tipo está decidiendo mi futuro, pensé inmediatamente.
–Veo que es usted artista –dijo el tipo levantándose las gafas para escudriñar el documento– y que además escribe. Es una pena, hace un tiempo teníamos un apartado para eso, pero hace poco que eliminamos ese archivador y ahora los tenemos repartidos en cientos de cajoneras. El jefe está muy quisquilloso con esto de los subapartados.
Así que era así, un burócrata miope se encargaba de mandar tus huesos a cualquier agujero para toda la eternidad. Empecé a sentir pánico, un estremecimiento inimaginable, e intuí que allí todo se magnificaba, como solían decir los habitantes encerrados en los reality shows.
Aprovechando que el hombre se fue a consultar algo tras la puerta del fondo me puse a curiosear los archivadores. Había cientos de ellos, que a su vez escondían carpetas y expedientes. No encontré el infierno de los inventores de muebles de metacrilato del que hablaba Woody Allen –puede que estuvieran incluidos en Artefactos Horribles I y II– pero sí el de los que empiezan un artículo con una cita del que había hablado Casavella. Infierno de los que dicen que el infierno será más divertido que el cielo, Infierno de los que citan todo el tiempo a Lacan y Derrida, Pesados Incorregibles I-XII, y así unas cuantas filas de muebles. Pero debía estar en alguna especie de sección de delitos menores porque no veía cajones con Genocidas, Perpetradores de holocaustos o Asesinos en serie.
Me preguntaba si en el cielo tendrían otro sitio como este
El hombre volvió con unos cuantos libros y legajos y se me dirigió en tono paternalista.
–Bueno, hemos estado estudiando su caso. Es usted un cabrón, como la mayoría de tipos que caen por aquí. Pero el jefe dice que ahora no se lleva el infinito, que las nuevas tendencias van por los espacios diferenciados y la personalización. Pero claro, tampoco podemos hacerle un infierno para usted solo.
Sabía que posiblemente ése era uno de los momentos más cruciales de mi existencia, que por cierto ahora intuía infinita, pero yo sólo me fijaba en un tic que tenía aquel tipo en el ojo derecho. En eso y en las salivillas que me duchaban cada vez que pronunciaba una efe.
–El que sea artista nos facilita las cosas. Y viendo su obra tendrá que convenir conmigo en que se lo estaba buscando –y yo no tenía ni idea de a qué coño se refería–. Ha sido usted un trepa, un falso, sin sentido del humor, ha jugado con todo tipo de tragedias a su conveniencia (pobreza, enfermedades, desgracias ajenas…), ha despreciado al público, le ha hecho la pelota a cuanto comisario, director de museo o galerista se le ha presentado, ha plagiado inmisericordemente, ha engañado a los coleccionistas, ha aburrido usted hasta a las ovejas…
La cosa se estaba poniendo fea. Y el miedo empezaba a dejar paso a una irritación sin fin, una sensación de hastío y cansancio. Si el veredicto ya estaba hecho no me apetecía tener que escuchar el pliego de acusaciones.
–En principio igual acaba usted por aquí– dijo abriendo un archivador que indicaba ISMOS.
Alargué el cuello por curiosidad a ver si me enteraba de qué movimientos habían acabado aquí abajo.
–Aquí está: Malrrollismo.
No podía creerlo. Un crítico de arte de baja estofa volvía a decidir mi futuro, como tantas veces había ocurrido cuando estaba vivo.
–¿De verdad voy a acabar aquí por eso?– dije sin poder aguantarme– ¡Que te jodan! Esto es una mierda. ¿Dónde está el infierno de los cursis?¿Y el de los pintores anacrónicos?¿El de los fans de Amélie? Si todos esos están en el cielo prefiero quedarme aquí– A esas alturas casi prefería irme con los que pensaban que el infierno era más divertido.
–Yo soy un mandado, aquí son los jefes los que deciden. Y además eso no le incumbe. Ya tiene usted bastante con lo suyo.
–¿Dónde está el infierno de los hippies, el de los mimos, el del buenrollismo?¿Dónde está la carpetita donde van a meter a José Luis Serzo?
Estaba que se me llevaban los demonios –esa expresión nunca fue más acertada– pero aquel individuo me mostraba una sonrisa la mar de cínica. Algo pareció ocurrírsele de repente.
–Creo que ya se donde ubicarlo– y abrió un cajón un par de filas más abajo del anterior– Vista la totalidad del expediente, creo que también podríamos disfrutar de su compañía aquí.
Y lanzó una carpeta sobre la mesa con el título Infierno de los artistas que están obsesivamente pendientes de lo que hacen sus contemporáneos.
Fuente:
Para el catálogo The Welcome de José Luis Serzo