Zeitgeist: Twin Peaks y los comedores de loto
2007
Mateo Charris, Ángel
“Me interesa saber que se esconde tras las limpias fachadas, tras los visillos de las casas, explorar los recovecos tortuosos de la existencia. Soy como un detective que destapa lo que los demás ocultan. Y es que este mundo de hoy no es un lugar tan maravilloso como dicen. No es el sueño más brillante”.
David Lynch
Hay un determinado espíritu de los tiempos –los románticos alemanes lo llamaban zeitgeist– que impregna las creaciones de toda una época, que influye en multitud de creadores de todas las disciplinas y hace que artistas separados en el espacio y de diversas generaciones lleguen a conclusiones parecidas partiendo de supuestos totalmente diferentes. Suele haber un catalizador, una piedra angular alrededor de la cual se puede configurar todo un castillo teórico que justifica todas esas almas gemelas vibrando al unísono, o tal vez realizando sutiles variaciones en torno a un bajo continuo. Puede ser incluso que ni los mismos protagonistas de estas pequeñas y grandes aventuras creativas se hayan percatado de cual es la melodía que todos silban a la hora de sacar a pasear el perro. Por el encabezamiento de este texto puede que ya se hayan dado cuenta de qué va todo esto. Han pasado muchos años pero seguro que muchos de ustedes aún recuerdan quién mato a Laura Palmer.
A principios de los noventa los neos y los post habían empezado a girar cíclicamente en una noria de modas y corrientes; el ordenado caudal de la Historia del Arte había entrado en una zona de rápidos, según unos, o en un delta de intrincados manglares según otros. La postmodernidad –término rescatado de los tratados de arquitectura– comenzaba a empalagársenos al ser deglutida por los medios de masas, se decretaba el fin de la historia, la muerte del arte según San Danto, y se empezaba a avistar la modernidad líquida y el tiempo de mercurio en el que estamos.
Al conceptual y a los estertores del minimal había seguido una recuperación de la pintura en términos expresionistas que había resultado en la famosa salsa marrón que inundaba ferias y museos. En la escena española, la pintura figurativa había mantenido una raíz viva, que venía de los últimos setenta, y que recuperaba los mediterráneos y la gloria de algunas figuras de las vanguardias históricas. Por otro lado la fotografía y los nuevos medios ya empezaban a pedir su sitio en la plaza del barrio. Y en este escenario una oreja aparece en el idílico jardín de un chalet de las afueras.
En 1986 se estrena Blue Velvet de David Lynch en una España que lleva años sorprendiendo al mundo por el desparpajo con el que se enfrenta a sus balbuceos democráticos. El edulcorado cartel de la película engaña a algunos, confirma a un autor para los cinéfilos y noquea definitivamente a un montón de jóvenes artistas predispuestos. Cuando en 1990 el universo de Twin Peaks entra en nuestras vidas las semillas plantadas años antes comienzan a tener sentido. Crecidos en la era del vídeo clip, la televisión y la cultura de masas, los nuevos viajeros huyen del país de los lotófagos como el que ve al diablo o, digamos mejor, a Bob al otro lado del espejo.
En La Odisea, Homero hace viajar a Ulises y sus compañeros hasta un país en el que sus habitantes sólo comen la flor del loto. Al poco tiempo de estar allí descubren que ese fruto tiene el poder de borrar la memoria y de hacer caer a los que la toman en una placidez autosatisfecha, lejos de los riesgos del camino pero también de las metas anheladas y de sus raíces. El mundo del arte ofrece toda una amplísima cadena de restaurantes donde comer esta planta. Curators, becas, bienales, documentas, academias, teorías, aliñan estupendas ensaladas en las que saciarse de loto y olvidar al mundo real, un multiorganismo que se fagocita a sí mismo, que ignora al espectador y que adora con el ansia del esnob el hermetismo y los trajes nuevos del emperador. Parafraseando el nombre de una banda de los ochenta –Pop Will Eat Itself– el arte siempre corre el peligro de comerse a sí mismo.
Twin Peaks, con su mezcla de desasosiego, normalidad, sentido del humor surrealizante, inquietantes latigazos visuales, cultura pop y anacronismos, emitía ondas poderosas que conectaron a toda suerte de creadores y, muy especialmente, a una serie de pintores que llevaban años intentando un tipo de pintura que aglutinara ideas y estilos olvidados –en general figuraciones objetivas de ambos lados del telón de acero, realismos mágicos e ilustraciones varias, del cartel de cine a la postal retocada, del grafismo y el logotipo hasta los tebeos de línea clara. Pero también había fotógrafos y videoartistas o escritores en esta familia, mucho menos restrictiva de lo que muchos han creído durante estos años.
La lección de David Lynch en su serie de televisión era la de crear un universo a la vez accesible e inasible, repleto de guiños y claves ocultas, un engranaje que funciona en sí mismo, que incluye narración, mensaje y galimatías, pero también sugerencia y desconcierto, referencias visuales que parecen tomar un nuevo sentido en ese contexto; un lenguaje que deja sitio tanto al chiste como a lo profundo, que no escapa de lo popular y que se articula a través de capas de contenido, que es plenamente visual y a la vez se deja contaminar por casi todo.
Y si Twin Peaks era la Biblia, Corazón salvaje y otros Hechos de los Apóstoles –como Una historia verdadera o Carretera perdida– añaden nuevos matices a la receta, del kitsch ingenuo a la honestidad inocente, de los negros profundos a los verdes campos de césped.
Sólo hay que encajar este jeroglífico con la cadena que viene de Velázquez a Goya y Picasso, Dalí, Miró… y tendremos una parte de la figuración española que algunos han intentado encajar en tendencias neometafísicas y metarrealistas pero que se escabulle de clasificaciones como el asesino al agente Cooper.
Al hilo del zeitgeist de estos años, en la pintura europea y americana surgieron otros focos que parecían claramente emparentados en sus intenciones a las de estos artistas españoles, desde Leipzig a Amberes, y de Nueva York a Londres. Alérgicos casi todos al loto, mestizos en sus intenciones y sentenciados por ‘asequibles’ en muchos de los casos, habitantes gemelos en el país de las montañas gemelas, degustadores de donuts y tartas de cerezas, coleccionistas de orquídeas y recolectores de secretos, sabedores de que éste –el nuestro– es un mundo extraño.
Fuente:
Para el catálogo Four Spanish Painters del Czech Museum of Fine Arts. Praga, República Checa.