Charris
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El hombre que sabía demasiado

1999

Huici March, Fernando

- Yo sé demasiadas cosas - dijo -. Ése es mi problema. Ése es el problema de todos nosotros. Sabemos demasiado. Demasiado los unos acerca de los otros y demasiado acerca de nosotros mismos. Y precisamente por eso ahora estoy tan interesado en algo de lo que no sé nada.

Gilbert K. Chesterton: El rostro en la diana.
 
 
LA ESTACIÓN BLANCA
 
Abierta a un círculo de cumbres nevadas, vemos una terraza bañada por el sol espectral de la mañana. En ella, un grupo de espectadores, con prendas deportivas de una cierta elegancia añeja, rodea a una joven rubia que carga una escopeta de cartuchos de doble cañón y se dispone a disparar en una competición de tiro al plato. La escena, así descrita, podría en principio corresponder a una composición característica de un lienzo de Ángel Mateo Charris. Mas no es así.
Pertenece, en realidad, a la secuencia inicial de un film rodado por Alfred Hitchcock en 1934, un clásico inolvidable del cine de intriga, con el que se inicia la culminación magistral de la etapa inglesa del director. Me refiero, por supuesto, a la primera versión en blanco y negro, protagonizada por Leslie Banks y Edna Best, de El hombre que sabía demasiado. La historia del matrimonio de turistas que entra accidentalmente en posesión de un secreto terrible, sería filmada de nuevo por el realizador británico en Hollywood dos décadas más tarde, ya en Technicolor, y con James Stewart y la inefable Doris Day en los papeles estelares. La principal diferencia entre ambas versiones se sitúa precisamente en las localizaciones atribuidas, en cada caso, a la citada secuencia inicial, aquella en la que es asesinado el espía que, con el último aliento, endosará a los protagonistas el mensaje que desencadena sus angustiosas peripecias. En el remake del 56, hoy sin duda el más célebre, todo ocurre entre el exótico bullicio de la famosa plaza de Jemaa el Fna, en Marraquech. Cuando un nativo se desploma en los brazos de Stewart, este descubre un puñal clavado en su espalda, y, al pasar la mano por la mejilla del moribundo, traza en ella unas franjas al arrastrar con los dedos el untuoso tinte que enmascaraba el rostro del agente. En la versión primera, contemplamos tras los cristales un espectacular paisaje nevado al que la luna confiere un brillo espectral. La cámara retrocede para descubrirnos el salón de baile de un hotel en la estación invernal de Saint-Moritz, atestado de figurantes en traje de noche. Hitchcock plantea la escena en ese caso como un símbolo elocuente e irónico de lo que se avecina. El protagonista ata la hebra suelta de lana de una labor de punto a la chaqueta del amigo que, entre veras y bromas, ha venido flirteando con su esposa desde el inicio del film y baila con ella en ese momento. Con el deambular y entrecruzarse de las parejas que se mecen al son de la orquesta, va dibujándose una monstruosa maraña que a todos envuelve. La imagen tiene un sorprendente parecido con las fotografías que documentan aquel otro cordaje laberíntico con el que Duchamp ocupó en 1942 el escenario de la muestra neoyorquina de los First papers of Surrealism. Y el mensaje, en uno y otro caso, parece claro: todo había de acabar - ¡pero que importa! - en un gran lío.
 
RECUERDA, O LA NIEVE BAJO EL TENEDOR
 
Entre las dos versiones citadas de El hombre que sabía demasiado, y en una fecha, 1945, equidistante de una y otra justo en once años, Hitchcock aludiría de nuevo en un film al universo escénico de la nieve, al enigma trazado por unos surcos paralelos y a un secreto terrible que el protagonista no consigue, tampoco, desvelar hasta el final. Solo que, a diferencia del James Stewart obligado a callar aquel secreto que quema por la amenaza de los conjurados en un asesinato político que han secuestrado a su hijo para garantizarse el silencio, el corrosivo secreto que arde también en las entrañas de Gregory Peck en Spellbound - y que pugna asimismo por emerger a la luz, como aquel otro lo hacía inicialmente en la plaza de Marraquech, asociado al trazado de unas líneas, los surcos ahora de los dientes de un tenedor sobre el blanco de un mantel o de unos esquís sobre la nieve inmaculada - es acallado, en este caso, por la presión ejercida por villanos no menos terribles, aunque de naturaleza muy distinta: los propios fantasmas interiores del personaje. Y el emblema que encierra, y a un tiempo anuncia, la clave del enigma, se asocia una vez más - bien que ya no aquí por analogía fortuita - a un nuevo talento estelar de la vanguardia, aquel Salvador Dalí a quien le sería encargado, por expreso deseo del propio Hitchcock, el diseño conceptual y escenográfico de la célebre secuencia onírica del film.
 
EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO
 
Se preguntarán seguramente a estas alturas de qué va esta película; a qué viene, en otras palabras, tanto suspense. Sin embargo, buena parte de los elementos de los que nos hemos servido al desgranar nuestro relato - ya fuera la nieve como el tórrido y exótico Sur, los enigmas indescifrables como los jeroglíficos que han de ser desenmascarados, los símbolos que se despliegan desde el viaje de la línea o el untuoso deslizar del óleo, la mordiente de lo irónico o el aroma embriagador de la aventura, Duchamp y Dalí incluso si me apuran, y no precisamente en menor medida -, mucho es a la postre lo que tienen que ver con la invención y la pintura que conforman el universo singular de Ángel Mateo Charris.
Apuntábamos de entrada, recordarán, en una asociación que, en todo caso, distaría de resultar abusiva, pues no en vano nuestro artista ha confesado a menudo que sus fuentes de inspiración provienen, en grado equivalente a las pictóricas, de los clásicos del cine americano, la semejanza de una escena como la de la competición de tiro en la nieve del film de Hitchcock y el tipo de composiciones evocadas en la obra de Charris. Y no muy lejanos resultan, a la postre, el escenario y la atmósfera recreados, para esta exposición, por una tela como Noche vieja. Fin de siglo. De hecho, esta pintura permite incluso incorporar  una figura más a la secuencia analógica que venimos encadenando entre nuestros dos protagonistas, elevando ahora el juego a la categoría de una relación triangular. El nuevo personaje, cabría decir que en concordia, dejó sentir su aliento inconfundible, y en algún caso de forma aparentemente literal, en la inspiración de ciertos escenarios emblemáticos de la filmografía del mago del suspense. Asimismo, ocupa un lugar muy principal en la geografía del corazón de Charris, en un punto que se sitúa precisamente - si me permiten abusar una vez más de las paráfrasis hitchcockianas - justo north by northwest. Me refiero, por supuesto, a Edward Hopper, a quien Charris dedicó a mediados de los noventa una larga serie de homenaje, realizada en estrecha complicidad con Gonzalo Sicre, y a quien el lienzo mencionado más arriba parecería rendir de nuevo tributo, en una suerte de recreación libre en versión invernal de la mítica terraza soleada de People in the Sun, tela clave en los años que cierran la biografía creativa del gran maestro americano.
Nochevieja. Fin de siglo no es en todo caso la única obra que el extenso ciclo compuesto para la muestra de El Carme sitúa en el escenario de la nieve, como no es ese tampoco un tema nuevo en la iconografía de Charris, pues irrumpe con fuerza en su trabajo justo hacia el ecuador de la presente década. Si tomamos tres de las más ambiciosas composiciones que el artista ha situado en ese universo níveo - una temprana, La fiebre del óleo, que dio título y portada a la muestra personal celebrada, en junio del 96, en la Caja Rural de Huesca, y las dos que destacan, entre los formatos mayores, en la que ahora presentamos, esto es, Susana y los hombres y la ya mencionada Nochevieja. Fin de siglo. - tendremos otros tantos ejemplos idóneos de la triple deriva que ha acabado por estructurar la consolidación de la personalidad creativa de Charris. Tres facetas que, aún sin mostrarse en forma químicamente pura en casi ningún caso, pues establecen entre sí constantes contaminaciones, se sedimentan a la postre, y cada vez más, como territorios netamente distinguibles. El origen de cada una de ellas puede rastrearse sin abuso en ejemplos notablemente tempranos de la trayectoria de nuestro artista, aún cuando el Charris del arranque de los noventa, en el que se esbozan las claves de su sintaxis imaginaria, ofrecía de entrada un perfil de apariencia mucho más homogénea, que solo en el curso del tiempo ha ido acentuando las aristas de esa demarcación territorial.
El primero de los ejemplos, que comenzamos ya a desbrozar más arriba, nos remite a la vertiente del trabajo de Charris que, en un sentido de alcance finalmente más flexible que el del mero homenaje explícito, puede asociarse a la consonancia espiritual de nuestro artista con el mundo hopperiano. En ella acostumbra, en todo caso, a ser identificado el terreno por excelencia que conviertiría al pintor de Cartagena en uno de los protagonistas claves de esa corriente que se ha dado en definir, dentro de la figuración española de los noventa, como neometafísica, término de vocación funcional, que no deja de acumular a la postre - por cuanto, como suele ocurrir, acaba por englobar finalmente propuestas en exceso dispares - rasgos problemáticos. De cualquier modo, en el caso de Charris, como en el de otros, no pocos, miembros destacados de ese núcleo generacional que muestran idéntica fascinación por Hopper, la noción de aura metáfisica remitiría en definitiva a esa particular inflexión que el concepto cobra en el maestro de Cape Code y que resulta sesgadamente distinta a la del paradigma central encarnado por De Chirico y los artistas italianos de su entorno inmediato. Jean Clair ha señalado esa diferencia, definiéndola en función del opuesto sentido que en ambos tendría la relación con el tiempo, el nexo con la Historia: “La hora que marcan las esferas solares de las chimeneas, de las torres y los silos no es la misma. En De Chirico, la melancolía crepuscular nace del sentimiento de un pasado irremediablemente cortado del presente. En Hopper, los derelictos suburbios de sombras recortadas nacen al contrario de un presente cortado del pasado. Allí, la Historia no existe, aquí todavía no hay. El espejismo chiriquiano suscita un arcaismo: hace surgir al otro en el corazón de lo cotidiano. La fijeza del momento en Hopper y la forma misma de hacer alusión a él hasta en el título de la obra, no marcan, al contrario, sino la repetición de un presente siempre idéntico; son la indefinida prolongación de lo mismo. El neoclasicismo del uno y del otro es vivido cuando menos como una meditación semejante sobre el exilio, lejos de la patria perdida, que es igualmente la patria de los cuadros”.
Puede, desde luego, que la herencia sugerida por la poética disección de Clair se ajuste de un modo más fluido a algún otro componente del mencionado núcleo generacional. Sin embargo, en lo que a Charris se refiere, y salvo por lo que pueda sugerir - por concordancia analógica, pero de trasfondo no menos cuestionable - la inmediatez melancólica y aparente suspensión temporal de algunos desolados parajes recreados por su Cartagena metafísica, lo cierto es que, a mi juicio, hay, seguramente entre otros, al menos dos rasgos decisivos que distancian de un modo significativo el talante de nuestro pintor del paradigma hopperiano sugerido por la cita anterior. Uno, sobre el que habremos de volver más adelante, se refiere al tema del espectro recurrente de la Historia, aún cuando no sea ya en Charris, como en el paradigma chiriciano, esa clasicidad mutilada del presente. El otro es ese duende esquivo y pertubardor de la ironía que, junto al de  Hopper, y con idéntico o mayor peso, cuelga también entre la ramas del árbol genelógico de Charris - que, todo hay que decirlo, no anda precisamente despoblado - fantasmas tutelares de la catadura de los ya citados Duchamp y Dalí, o, puestos en ello porqué no decirlo, aquel otro espíritu truculento y burlón que fue, a su vez, don Alfredo Hitchcock.
Eso nos obliga, en todo caso, a no dilatar por más tiempo la entrada del segundo de los paisajes nevados a los que atribuíamos tan esclarecedor carácter ejemplar. Sobre la blanca y gélida planicie que se extiende hasta encontrar en el horizonte el plano azul de un cielo esplendoroso, vemos en primer término, a la izquierda, dos personajes que contemplan, y uno la señala con ostensible ademán, sentada tras un perro, a una muchacha que reposa tumbada sobre la nieve. Esta Susana acechada por los hombres que da nombre al cuadro, sorprendida evidentemente, no en el baño, sino cuando hacía una pausa mientras esquiaba, ha clavado las tablas como un tótem en el centro de la escena, los dos palos a su espalda, enfundando en ellos los guantes de modo que semejan grotescas marionetas. Hasta aquí, nada distinguiría la escena del talante de aquella otra del también ocioso y soleado día último del milenio. Pero, salpicando esa idéntica claridad narrativa que ambas comparten, la composición de la esquiadora desnudada de las prendas de abrigo por la mirada de sus solteros, introduce otros dos factores que trastocan radicalmente su naturaleza sintáctica. La joven, en primer lugar, esconde su rostro tras una desconcertante máscara teatral japonesa de enigmática y gélida sonrisa. A su vez, sobre la blanca llanura, reposan al igual que ella tres ojos descomunales, enseñas ciclópeas que parecen desdoblar simbólicamente la codicia visual de los dos hombres, pero que, en su turbadora incongruencia, son también como un eco de aquellos otros ojos colosales y desubicados que poblaron las fabulaciones de Magritte, Grandville, Redon o Ledoux. Todo ello nos remite a esa especie surreal que también sazona a una parte de los emblemas de Charris, y que, tomando como base los ejemplos que nos brinda la presente exposición, la veremos hacerse más enfática y explícita, como en la cabeza africana que emerge en el lago de El buscador de enigmas o discurrir en forma más soterrada, como en la extrañeza arrebatada a la oportunidad de El instante decisivo. En una entrevista realizada hace unos días, ese superviviente último y testigo de excepción de un tiempo incomparable que es el gran Pepín Bello afirmaba, con certera intuición entreverada de cierta ingenuidad, que para él el surrealismo era, antes que nada, un género humorístico. En cualquier caso, el vértigo de la paradoja sí tiende a estar asociado casi siempre en el Charris surreal a aquel soplo mordaz en el que definíamos uno de los rasgos distintivos de su dicción. Un soplo que reconocemos de hecho en las asociaciones delirantes, y a la vez reveladoras de misteriosas afinidades genéticas, que, en El mejillón cerrado, sitúan a Humpty Dumpty entre las cúpulas, asimismo ovoides, que culminan el universo subterráneo de la Capadocia o a Bart Simpson junto a sus ilustres congéneres estatuarios de la penumbra de El almacén. Surrealismo, conviene sin embargo advertirlo - y los ejemplos dados resultan para ello igualmente elocuentes - que en Charris resulta a mi entender inseparable de un determinado sentido del objeto y de una sintaxis del collage que llevan asociados en origen una inequívoca y persistente raíz pop.
Los rasgos que hemos venido sumando a nuestra disección del hacer de Charris - metafísica hopperiana, surrealismo hilarante, apropiación pop -, acentos apenas, entre otros muchos, que es necesario matizar además a cada nuevo paso, sugieren finalmente uno de esos mestizajes paradójicos, tan propios en definitiva de las apuestas generacionales que han venido irrumpiendo tras las crisis del dogma utópico de la modernidad. Pero con la salvedad de que la sopa genética sobre la que se edifica la particular baraja que orienta el juego de nuestro artista se ajusta, antes bien, a aquella otra manera excéntrica que elige de forma por entero libre y extemporánea las fuentes seminales que marcan sus devociones afectivas en el desván de la Historia, a contrapelo de la formación de orden cerrado impuesta por las modas dominantes. Un perfil en el que, en rigor, resulta obligado reconocer, camuflada bajo la misma diáspora que se sigue de la heterogeneidad connatural a sus miembros, otra de las estirpes vertebrales, y no precisamente la menos pertinente, de este tiempo finisecular.  
Incluso, puestos a apurar hasta el final la copa de esa identidad, consustancialmente diferenciada, que moldea la poética de Charris, deberíamos remontarnos hasta aquel otro paradigma castizo de su santoral, definido hace tiempo por el propio artista al confesar su íntima devoción por el gran Ramón Gómez de la Serna. De ese espejo extraería el mismo Charris la que, a mi juicio, sigue a la postre siendo la definición más esclarecedora acerca de su pintura, aquella que le llevaría a calificar sus cuadros como greguerías al óleo, reclamando al tiempo para sí aquella hermosa descripción que César Nicolás hace del artificio inventado por la pluma de Ramón, y que no me resisto a incluir aquí: “Va del humorismo a la ternura, de la ironía a la adivinanza, de la agudeza ingeniosa a la imagen sensorial y plástica, de lo lírico a lo novelable, de lo extraño surreal e inquietante (pasando por el humor negro) a lo más ingenuo y emotivo. Mezcla lo vanguardista con lo barroco. Acoge por igual la imagen experimental y la más trivial observación costumbrista, que se vuelve asombrosa. Del asomo pictográfico o visual pasa a delicados juegos con los significados verbales, desvelando las paradojas del idioma. Lo poético (en su más amplio sentido: todo está dicho en prosa, espoleado por el humor y con una cierta sonrisa) es el centro sobre el que gravita el nuevo género”.
En la tercera de esas aceitosas greguerías ubicadas en la nieve que evocamos más arriba, la titulada precisamente, con redundante énfasis, como La fiebre del óleo, aflora ya al fin la vertiente que parece haberse erigido en estos últimos tiempos, definitivamente, en eje dominante del hacer de Charris. Sobre el blanco manto que fuga en perspectiva, elevándose hasta cubrir por entero el espacio escénico de la tela, los esquís de la enigmática Susana han sido substituidos por descomunales pinceles hincados en el suelo, que un grupo de jóvenes manejan fatigosamente. Por supuesto, la escena nos remite a ese repliegue moral del discurso hacia el territorio específico de la práctica artística, tanto en el horizonte de su memoria histórica con en el de las perplejidades que su sombra arroja sobre nuestro propio tiempo. Un tema al que nuestro pintor ha dedicado por entero la nave central del Carme, con el via crucis episódico sobre las vanguardias y el gran políptico de los desfiles triunfales con los grandes héroes de los dos periodos y continentes que se reparten el dominio del siglo, así como buena parte de las restantes composiciones mayores de la exposición - Retrato del artista adolescente, Artistas nacionalistas, Feria Bienal de la Acrobacia, Callejones sin salida, el tríptico de Jaulas rotas.... - o de esas cajas - Amusement Park, Países bajos, grandes artistas, Documenta XXI... - que abren un nuevo territorio de juego en su invención.
En todo caso, a su manera por supuesto siempre tan particular y desde un imaginario asediado por una temporalidad conflictiva que en él, a diferencia del espectro clasicista que Clair identifica en De Chirico, queda siempre circunscrito al legado de nuestro siglo, Charris viene a insistir con ello en esa sorprendente querencia que tantos otros ejemplos análogos arroja en este tiempo de la supuesta posmodernidad, y que lejos de sustraerse a esa especificidad de lo artístico que, con .... y ...., construye el nucleo argumental de lo moderno, finalizan fatalmente por centrar la esencia de su mirada en torno al mismo punto, como hipnotizados por el enigma sin fondo que encierra el destino de lo artístico.
A la manera caleidoscópica que se describía en la anterior cita de César Nicolás, la actitud que Charris trasluce en sus emblemas frente a la herencia de la modernidad, sus referentes heroicos, peripecias y simulacros derivados en la escena reciente, refleja sentimientos ambivalentes, incluso contradictorios, cuajados de elecciones que a menudo resultarán desconcertantes a quienes tengan una imagen en exceso estereotipada de nuestro artista.
Gilbert K. Chesterton reunió bajo la denominación genérica de El hombre que sabía demasiado - en la que sin duda se inspira el título del doble film de Hitchcock - un ciclo de relatos policíacos protagonizados por el pintoresco Horne Fisher, excéntrico funcionario de la Corona e investigador ocasional de crímenes tremebundos que, por lo común, han de quedar finalmente impunes para evitar un descalabro o una injusticia mayores. El personaje de Fisher  es, en buena medida, un trasunto del propio escritor británico, pues en sus extravagantes opiniones sobre cuestiones políticas o acerca de las claves de la naturaleza humana, reconocemos mucho del desconcertante y tan incisivo escepticismo de Chesterton, irreductible a cualquier superstición antigua o moderna, y capaz a la vez de emprender la defensa de las causas más singulares o de rendirse a la misteriosa seducción de lo trascendente. Y algo de ese saber en demasía podemos reconocer también en la irónica mirada pasional de Charris, hirientemente escéptica ante tantas cosas y rendida ante el enigma que tantas otras sugieren. Pues puede que el también convenga en lo que el narrador afirma, tras describir la heroica muerte en acción de Horne Fisher, al concluir el último de los relatos: “Fue así, nos dice, como el hombre que sabía demasiado descubrió aquella única cosa que realmente merece la pena conocer”.