Charris
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Tantos en Charris

2001

Huici March, Fernando

En los cuatro años que median entre el momento de la designación de los becarios correspondientes a esta quinta convocatoria del certamen de Endesa y la celebración de la exposición que hoy presenta un selección de los trabajos por ellos realizados durante el periodo que disfrutaron dicha ayuda, Ángel Mateo Charris ha alcanzado, a mi juicio, su definitiva consolidación como uno de los nombres de referencia emergidos en el panorama artístico español de los noventa. El impactante tour de force acometido por el pintor de Cartagena con el ciclo de obras que conformaron su gran muestra para el Centre del Carme en Valencia durante el otoño del 99 lo ratificaba, a mi entender sin discusión, como la principal figura sedimentada por uno de los episodios más particularmente distintivos en nuestra escena plástica de la pasada década. Me refiero, claro está, a esa corriente de figuración que, tomando el relevo de la reivindicación de lo pictórico en un periodo en el que las modas dominantes no le eran desde luego propicias, se ha dado habitualmente en denominar como neometafísica, y en alguna ocasión también, aunque en alternativa que considero con diferencia mucho menos afortunada, como metarrealista.

No es infrecuente, sin embargo, que este tipo de herramientas taxonómicas tiendan a resultar por lo general más idóneas en su aplicación a una constelación de identidades, en la medida en que su eficacia viene dada por la capacidad de acotar un denominador común a todas ellas que determine, a partir de los rasgos coincidentes, un fenómeno coral en verdad relevante. Por el contrario, aplicadas ya a lo particular, suelen amoldarse con docilidad a los ejemplos más neutros mientras que, ante las personalidades más complejas –y, por lo común, las de mayor fuste– revelan de inmediato evidentes desajustes. Nada quita necesariamente esa cuestión a la pertinencia objetiva del término a la hora de esclarecer una determinada inflexión o parcela en el devenir de lo artístico, sino tan sólo algo de sobra sabido, que los creadores de calado, aún vinculados a una u otra querencia, a la postre fatalmente la desbordan. Tal es, desde luego, el caso de Charris.

Ni que decir tiene, por supuesto, que en el curso de su obra juegan un papel fundamental, y de modo reiterado, muchos de los rasgos que asociamos, de forma más inmediata, a la deriva de la figuración evocada más arriba, cuyos estereotipos básicos se sitúan en torno a esos escenarios vacantes, de temporalidad como suspendida o a las atmósferas enigmáticas destiladas a partir de la memoria, tan afín a la postre, del realismo mágico. Ahí están, en tal sentido, entre otras muchas cosas, los parajes recreados de una Cartagena metafísica, las alusiones del propio Charris –con ese quiebro irónico tan suyo, sobre el que luego hemos de volver– a lo supercalifragimetafísico o el vasto ciclo de homenaje al maestro Hopper realizado en estrecha complicidad con Gonzalo Sicre durante la segunda mitad de los noventa.

Pero la cuestión de fondo, en rigor, es que esa vertiente, siendo básica, no es, ni de lejos, la única, sino que se entremezcla en el hacer de Charris con otros vectores de significación, densidad o alcance de ningún modo menos decisivos. Su confluencia, además, supone una enrevesada ecuación en la cual, con independencia del protagonismo que alguna parte pueda cobrar de manera ocasional, ninguna de ellas se da en estado puro. Me referiré así en primer lugar, por abrir juego, a esa inequívoca filiación pop de su lenguaje, que con tan alta frecuencia aleja su dicción de las atmósferas metafísicas, raíz que tiene su germinación más rentable en una magistral destreza en la apropiación y conjugación de estereotipos, lo que, en Charris es definitivamente indistinguible, a la par, de la muy sofisticada, intempestiva y sagaz trama erudita con la que nutre su discurso alegórico. Como de estirpe pop es igualmente, a su vez, esa particular sintaxis asociada a la mecánica del collage que orienta la articulación de buena parte de sus emblemas –en aplicación más literal unas veces, otras en influencia más subterránea– dentro de un espectro de combinaciones metafóricas que, en ocasiones, cobran un sesgo surrealizante, otras muchas una manifiesta intencionalidad apocalíptica.

Herramienta clave a la que ya hicimos referencia, y bien alejada de nuevo de la melancolía metafísica, es, por su parte, el uso intencional de la ironía, que Charris administra con letal destreza. Ironía, nadie habrá a estas alturas que se sorprenda, de aristas múltiples, con lazos familiares –¡cómo no|– en el pop, dejes “duchampianos” y un vasto mestizaje de resonancias genéticas asociadas al contagio de un sinfín de territorios, sea el de la literatura, el cine o el cómic. Y, aludido Duchamp, no me queda más remedio que introducir aquí otro aspecto en relación al cual Charris retoma un comportamiento bien específico del legado de la modernidad y en cuya estirpe se encadenan, junto al maquinador del Gran Vídrio, por supuesto Dalí, Klein, Warhol, Beuys y un largo censo. Me refiero, claro está, a la transformación del propio artista en personaje y oficiante de una realización metafórica de la naturaleza específica del creador y su destino en la fuga sin fondo de la modernidad. En Charris, ello se modula a través de la recreaciones asociadas a episodios autobiográficos, a rituales acometidos intencionadamente –como en el peregrinaje a Cape Cod– o al propio entorno territorial, así como, en sus escritos, con el desdoblamiento fabulado en continuos alias imaginarios o a la urdimbre narrativa sobre la que edifica muchas de sus exposiciones.

Difraces y relatos, en fin, que de manera más o menos explícita acaban reiteradamente por incidir en un terreno más en torno al cual, al menos en esta escueta síntesis, concluiré la enumeración de los ejes esenciales sobre los que se identifica la identidad de Charris. Se trata, por añadidura, de un vector que, en términos comparativos, ha ido cobrando un protagonismo creciente en la obra de los últimos años, sea con disparos a bocajarro o elipsis más desconcertantes, pero cuyo discurso vertebral asume, sin equivoco, una decidida vocación polémica en torno al balance del legado crepuscular de la modernidad, de la acción depredadora de las modas y comportamientos dominantes en la rutina de lo artístico, la defensa militante de un territorio labrado a contrapelo y de sus deidades tutelares.



Fuente:

En el catálogo Becarios Endesa 5, 2001.