Los hermanos McCharris
1999
Mateo Charris, Ángel
Catálogo IVAM /Centro Conde Duque
Parade, 1999. Óleo sobre lienzo. 500 x 400 cm
A María Charris,
la niña de mis ojos.
La luz azulada del ordenador comenzó a dibujar la habitación.
El ruido de la gatera anunció la llegada de Duchamp, que volvía de su habitual gira por los tejados reclamando su cena.
Me pareció que el estudio estaba demasiado ordenado. Tanta limpieza denotaba una de esas paradas biológicas en la actividad de los artistas, previos al combate contra los materiales y las ideas, previos a las cacerías de milagros, unas veces saldadas con piezas insignificantes y otras con rinocerontes blancos.
Los lienzos tensados, los pinceles limpios, los archivos ordenados: una gran llamada al desorden, un motor esperando ser arrancado.
Cuando fui a sentarme frente al ordenador, la habitual imagen de la pantalla había sido sustituida por una gran nota amarilla, uno de esos post-it electrónicos que a veces utilizábamos para recordar citas y tareas.
Noté que algo raro estaba pasando: la nota amarilla me recordaba a uno de esos oráculos escondidos en las galletas de la fortuna de algunos restaurantes chinos.
Estoy lejos. No huyendo ni escondiéndome: no desapareciendo.
Hago un viaje al porvenir. No sé cuanto va a durar, ni lo que voy a encontrar en el camino, pero sabes que siempre vuelvo. Al final siempre gana mi mitad sensata, esa absurda fidelidad a los principios de la Constitución de los Buenos Chicos.
Pero necesito este órdago lanzado al destino, tan generoso y tirano a la vez.
Hermanito, dales de comer a mis tortugas.
Tendrás noticias mías.
Mateo.
¿De qué demonios estaba hablando el imbécil de mi hermano? ¿A qué venía ese estúpido tono melodramático? Huir, esconderse, desaparecer, no eran palabras que estuviera dispuesto a escuchar en esos momentos.
Sólo me tranquilicé en parte al autoconvencerme de que todo se trataba de algún juego de Mateo, que bromeaba con mi angustia de los últimos días al ver que no había forma de empezar la exposición a la que nos habíamos comprometido.
Sin duda sería una broma. Sin duda le haría pagar de algún modo por las horas de insomnio y cavilaciones, por el gran saco de pulgas que echó en mi cama en el momento en que decidió escribir la dichosa nota amarilla.
…
Al día siguiente intenté localizarle. No sabían nada de él ni nuestra familia, ni sus amigos, ni nuestros galeristas. Su casa estaba vacía y no había aparecido por el estudio.
Pasaron unos días de incertidumbre y rastreo de posibilidades: hospitales, policía, llamadas discretas…
Decidí esperar unos días antes de contarle a nadie la extraña ausencia.
La siguiente noticia me llegó, vía email, desde algún extraño lugar en el cono sur.
Hola Ángel.
Ya sé que odias estos gestos míos que tu llamas peliculeros, pero me conoces desde siempre (desde que tenías diez minutos de vida más o menos) así que no sé de qué te extrañas.
El Porvenir es un puerto azotado por los vientos, de arquitectura oxidada y viajeros en tránsito.
Cuando te pregunten, di que estoy en Benidorm.
El mensaje había sido enviado desde el Residencial Colón en Porvenir, Tierra del Fuego, un destino de opereta digno de los desvaríos de mi hermano.
Este era uno de esos viajes que, aunque tremendamente inoportuno, llenaban la cabeza de mi hermano de toda clase de pájaros. Los mismos pájaros que tanta falta nos hacían para que nuestra obra echara a volar.
No estaba seguro de si quería matarlo o abrazarlo, si destrozarle la casa con un hacha o si sentarme a ver los nostálgicos súper-ocho de nuestra infancia.
No sabía si odiarlo o quererlo, y no puede pasar ni un minuto más sin contarles el porqué.
Tal vez hallan oído hablar de los hermanos McCharris. O tal vez no, no soy uno de esos artistas que creen que todo el mundo tiene el deber de saber quiénes son.
Baste con decir que somos unos de esos creadores empeñados en lanzar su avión de juguete a un cielo plagado de aviones de juguete.
La única peculiaridad es que somos un artista de dos miembros -como Gilbert & George o Equipo Límite- y que, además, somos gemelos.
El mundo del arte ha decidido que mi hermano Mateo es la mente pensante, el cerebro, las ideas, y que yo, Ángel McCharris, soy el artesano, las manos, la forma. Una categorización lo suficientemente simplista como para encantar al establishment artístico.
Así, Mateo es el listo, el torpe y el bueno, y Ángel es el tonto, el mañoso y el malo.
Estoy dispuesto a aceptar que básicamente es así, como que ninguno somos nada sin el otro -apenas un charlatán y un pintamonas- y que sólo juntos podemos acercarnos a hacer lo que queremos.
Digamos que nos iba relativamente bien a esas alturas de nuestra carrera -empezando, siempre empezando- y que nos enfrentábamos a uno de esos retos que nos harían fuertes o en el que pereceríamos en el intento: nuestra primera exposición individual para un gran museo: una cita con la gloria o una invitación al desastre.
Mi hermano y yo decidimos que la palabra antológica nos sonaba a prejubilación anticipada, así que nos propusimos una gran muestra individual: decenas y decenas de obras que deberían ser tan estupendas como aquellas que a los demás les parecían estupendas de nuestra producción anterior.
Nuestra firme decisión acalló las dudas del comisario, Oskar Grosz, de nuestros galeristas, Raimon y Leopoldo, y de todos los que confían en nosotros, al tiempo que servía para afilar los cuchillos de nuestros bienamados detractores.
Planificamos el trabajo concienzudamente, estableciendo plazos y prioridades: todo muy europeo y profesional.
El estudio se fue llenando de lienzos y bastidores, de cajas de pintura y buenas intenciones.
Nos reuníamos cada día buscando la llave que haría arrancar el motor tan perfectamente engrasado.
La buscamos por todas parte, entre los libros y en nuestras notas de apuntes, en las calles y en las salas de los museos, pero no aparecía por ninguna parte.
Mi hermano lo llevaba especialmente mal -recordemos que era a él al que le tocaba pensar- y yo me sentía incapaz de empezar a hacer nada sin saber qué ni para qué.
Nuestro barco avanzaba a la deriva y con un gran agujero en el velamen.
Las hojas del calendario fueron cayéndonos encima hasta formar una pesada manta.
No podía culpar a mi hermano por echar a correr, sobre todo cuando sabía que había ido a buscar la condenada llave hasta el fin del mundo.
…
El comisario estaba a punto de venir a España a ver las primeras obras de la exposición. Los galeristas empezaban a ponerse nerviosos y a mí sólo se me ocurría ordenar una y otra vez el estudio.
Un poquito de presión siempre viene bien, pero con la desaparición de mi hermano, yo me veía estallando de un momento a otro: los lienzos del estudio serían una explosión matérico-informalista: en el centro de la sala, una mano agarrada a una escoba.
El timbre de la puerta interrumpió mis cavilaciones justo en el momento en el que empezaba a redactar mentalmente mi necrológica.
-¡Somos los galeristas de la sensación del 2000!
-Vale, enseguida os tiro la llave.
Era la primera vez que me alegraba de que el estudio estuviera en un tercero sin ascensor y de que el fonoporta estuviera estropeado. Eso me dio el tiempo necesario para darles la vuelta a los lienzos inmaculados y desordenar compulsivamente tanta pulcritud delatora.
-Adelante, y tened cuidado de no mancharos con el óleo.
Leopoldo y Raimon se sentaron entre el lío que había conseguido formar en un par de minutos.
-Perdonad, pero es que no encontraba la llave.
-No pasa nada. ¿Dónde está Mateo?
-En Benidorm.
Sentía como empezaba a rodar una de esas bolas de nieve que acaban en un alud de imprevisibles consecuencias.
-¿Benidorm? ¿Y qué hace allí?
- Está tomando fotos. Las necesitamos para un par de obras.
Raimon se levantó dirigiéndose a un montón de bastidores.
-No, no. No pueden verse.
-No digas tonterías. Me muero de ganas de ver lo que estáis haciendo.
-Están a medias. Así que trae mala suerte.
Definitivamente, la mentira no es una de las bellas artes para la que esté especialmente dotado.
-¿Pero qué dices?
-Lo siento. Además si se entera Mateo me mata. Es terriblemente supersticioso -ésta era una de esas tonterías que la gente puede atribuir a lo extravagante del temperamento artístico.
-Déjalo, no vaya a ser que los gafes.
Leopoldo, ejercía de la parte conciliadora y discreta de la pareja.
-Leopoldo tiene razón -dije aliviado- Esperad un poco. Es mejor verlos acabados.
Raimon tenía la mosca detrás de la oreja, pero traía una noticia que estaba deseando soltar.
-Siéntate, que tengo que contarte algo.
Me sentí más tranquilo viendo alejarse de momento la tempestad.
-Vais a exponer en el MACJA.
-¿De verdad?
El Museo de Arte Contemporáneo de Jauja era uno de esos centros de arte contemporáneo creados al amparo de una autonomía: un prestigioso y renombrado templo de la modernidad.
-Estoy conmovido por tanta expresividad -dijo Raimon que esperaba de mí una respuesta más efusiva.
-No, de verdad que es estupendo. Ya verás cuando se lo cuente a Mateo. Pero… ¿está confirmado?
-Absolutely.
-Cuéntale lo de la c con cedilla -intervino Leopoldo lacónico.
-¿La qué?
-Una nimiedad. Ahora te lo cuento.
Raimon pisó inadvertidamente a Duchamp y el gato se encaramó maullando a un armario.
-El MACJA está organizando una exposición bandera para el inicio del siglo. Se llama “Requetemodernos”, y vais a estar todos.
-¿Todos?
-Todos los que tenéis que estar.
Tenía una ligera idea de lo que quería decir con eso, aunque no estaba muy seguro de que estuvieran todos los que tenían que estar.
-Me ha costado sangre, sudor y lágrimas que aceptaran una figuración como la vuestra -ya sabes cómo están con lo de los nuevos medios y todo eso- pero lo solucioné mandando fotos de un monitor en el que pasaban un video de vuestra obra.
-¿Fotos de un monitor con pinturas?
-Maquiavelo Art Gallery, vamos a llamar a la galería a partir de ahora -comentó incisivo Leopoldo.
-Bueno, eso ya está hecho. Pero hay un problema. Ya sabes cómo están ahora con lo de los nacionalismos. Así que he dicho que vuestros antepasados son de Jauja, y que vuestro apellido se escribe realmente con c con cedilla, como todos esos apellidos de allí.
-¿McCharris con cedilla? ¿En dónde? ¿En la primera o en la segunda c?
-En las dos. MçÇharris.
Empezaba a creer que realmente vivimos en una de esas extravagantes cortes de los Viajes de Gulliver.
-Espérate a que mi padre oiga eso.
-Tu padre que se aguante.
Raimon salió al oír un claxon en la calle. Tenía el coche mal aparcado.
Leopoldo ejercía del poli bueno de los interrogatorios en las relaciones entre la galería y sus artistas.
-No le hagas caso, supongo que está de broma. En el fondo tiene un buen corazón -y añadió divertido- Eso sí, con el núcleo un poco duro.
…
Pasa el siglo, y esta pequeña muesca en el inmenso timón sirve para dar pátinas de respetabilidad y para enmohecer las grandes palabras: nuevo, novedad, modernidad…
Ya las “nuevas” teorías y tendencias son del siglo pasado, ajada juventud que ha de demostrar su valía lejos de la frescura adolescente.
Vigesimonónicos1 todos: instaladores, conceptuales, postmodernos, cubistas y surrealistas, dadaístas y neopostístas, pintores y ciberartistas. Todos estrenando un siglo que no debería conceder patentes de corso con la misma ligereza con la que se entronizan los reyes de las revistas del corazón.
La tradición crece, engullendo para sí a los antitradicionalistas y a los devotos, a los vendedores de quimeras y a los arqueólogos de los números romanos.
Pero también olvida, destierra, escupe, baila sobre las tumbas, rescata cenicientas, enciende hogueras…
Los crípticos mensajes que me enviaba mi hermano por correo electrónico eran la única conexión entre nosotros. Intentaba contestarlos, pero su rastro se escabullía como el tiempo en un reloj de arena.
En la pintura, para mí, sobre todo engañar al ojo, ventana en el muro, ilusiones, representaciones, distorsiones, caricaturizaciones, vertidos, ornamentos delirantes, sadismo e incisiones, terapia… payasadas, acrobacias, heroicidades, autoconmiseración, culpa, angustia, supernaturalismo y subhumanismo, inspiración divina y expiración diaria… manierismo y técnicas, comunicación e información, herramientas mágicas, trucos del oficio, estructura, cualidades pictóricas, empastes, plasticidad, relaciones…e irracionalismo, bajo nivel de conciencia, vuelta a la naturaleza, reducción a la realidad, espejo de la vida, abstracción de todo, sinsentido, compromisos, y sobre todo confundir a la pintura con lo que no es pintura.
McCharris sobre, contra, de, desde, entre, para, por, según, sin, tras Ad Reinhardt.
Detectaba cambios en la actividad cerebral de Mateo: una cierta indigestión mental y una fiebre alta.
Lo conocía muy bien, así que notaba sus esfuerzos por avanzar lentamente en el farragoso arenal en el que nos habíamos metido. Sentía sus neuronas despertando y reorganizándose en alguna indeterminada dirección.
Sabía que esto aún iba a durar un poco, así que rescaté una vieja táctica de la infancia.
Era importante que todo el mundo creyera que no pasaba nada, así que resucité el clásico juego de los intercambios que tanto confundía a padres y maestros en nuestra infancia.
Con unos arreglos en el pelo y en las patillas, y una revisión de los armarios, podía llegar a ser Ángel o Mateo según me interesara en cada momento.
Había pocas personas que pudieran detectar las diferencias y no pensaba frecuentarlas en el tiempo en que durara este asunto.
Mi primera aparición pública como Mateo McCharris fue en la presentación de una revista en la que mi hermano había escrito un artículo.
Intenté ser lo más discreto posible: hablar poco y escuchar mucho, ese encanto de la indiferencia que había aprendido de Duchamp (del gato y del artista).
Pero uno no puede componer la postura todo el rato y, casi sin darme cuenta, acabé siendo entrevistado para un programa cultural de televisión.
-¿Cómo definirías, en una sola palabra, el arte del siglo XX?
Y ahí estaba yo, enredado en una de esas preguntas imposibles que tanto gustan a ciertos entrevistadores, obligado a ser brillante, condenado a parecer estúpido, y no entendiendo porqué las obras -pobrecitas ellas- tenían que resentirse de las tonterías o pedanteces que dijeran sus creadores.
-Arcimboldo -dije por decir algo.
-¿Cómo?
-Arcimboldo. Demasiados arcimboldos para un siglo.
-¿Podrías explicarnos un poco más el concepto? -el entrevistador parecía bastante interesado.
-Demasiados arcimboldos dedicados toda su vida a montar retratos con fruta, juegos de corte, ocurrencias explotadas hasta la extenuación, fragmentos de fragmentos de la vida de un hombre.
Creo que era la primera vez que conseguía hilar alguna frase con cierto sentido delante de un periodista. Era como si fuera el muñeco de mi hermano ventrílocuo, moviendo la boca hasta que las palabras formaban frases, articulaban ideas…
-La mano izquierda dándole la espalda a la derecha, la forma huyendo del concepto, los conceptos huyendo de la materia… Artistas ocupándose de parcelas cada vez más pequeñas, especialistas, científicos moleculares, ignorantes de todo lo que no sea su estudio sobre la pulga, sobre la pulga africana, sobre la pulga africana albina…
-¿Qué cree que nos espera el siglo que viene? -intervino el entrevistador mirando su reloj.
-El arte total del hombre total.
Y me quedé tan ancho.
Estos días ha ocurrido algo que me ha hecho pensar en oráculos, en mensajes cifrados y señales premonitorias.
La semana pasada estaba sentado, ya anochecido, en el porche del pequeño hotel en el que me alojo. Enfrascado como estaba en el libro de Arthur Danto sobre el fin del arte, no noté cómo se acercaba una sombra.
Cuando levanté los ojos, una mujer ensangrentada se me echó encima.
Tras el susto inicial, reconocí a Ely, un travestí que trabaja en un pequeño chiringuito en el puerto, que se había acercado a pedirme ayuda y, tropezando, se había abalanzado sobre mí.
La llevamos a su habitación y llamamos al médico.
Unos marineros borrachos habían empezado a bromear con ella y la fiesta había acabado con una paliza que quería subrayar la hombría y normalidad de aquellos frente a la ambigua rareza de Ely.
He ido a verla estos días, mientras curaba sus moretones y volvían a aparecer sus ojos entre los párpados hinchados, y me ha contado su historia.
Ely, que tiene todos los rasgos del indígena, fue líder sindicalista con Allende y material torturable con Pinochet, homosexual marginado y pobre, pretende ahora ser mujer en una sociedad machista.
Ely es amante del arte, así que ayer le llevé una bonita reproducción de San Sebastián que encontré en un chamarilero. Su rostro se iluminó y se olvidó por un tiempo de los dolores y los linimentos. Desde la pequeña habitación de su cuarto viajamos a la Toscana y al Renacimiento, bromeamos con Artemisa Gentilleschi y probamos la polenta de Leonardo.
¿No será el arte esto? Sólo un consuelo ante los golpes, un billete a otras realidades, un visado de salida…
Y nosotros meros vendedores de medicinas milagrosas de las ferias.
Nunca podría partirle la cara a esos marineros yugoslavos, así que ya estaba yo pensando en cuadros y en exposiciones, en Hans Haacke y Alfredo Jaar, en Ben Shan.
Tengo un libro de filosofía manchado de sangre, manchado de vida y esto me reafirma en lo que te escribí el otro día: hay que confundir el arte con todo lo que no sea arte.
Ely, al final de nuestra charla, me comentó apenada que le gustaban mucho las imágenes y historias de los santos, y añadió:
-Lástima que haya decidido hacerme judía.
Y la vi alejarse por la senda de los caminantes solitarios.
Mientras me llegaban con cuentagotas los mensajes de Mateo, empecé a ocupar mi tiempo en cosas que me tuvieran entretenido.
Durante años, mi hermano y yo hemos coleccionado pequeñas figuras y muñecos, maquetas y dioramas: cacharrería variada.
Nuestra afición empezó en la infancia, cuando hacíamos los típicos belenes cada año por Navidad.
Habíamos conseguido cierta destreza en simular riachuelos con papel de chocolatinas y vegetaciones de corcho coloreado.
Nuestra colección de miniaturas había ido ganando en eclecticismo y diversidad con el tiempo: del internacionalismo más kitsch de los souvenirs al universo colorista de los dibujos animados.
Aprovechando las mesas vacías del estudio, empecé a agrupar muñecos y fondos, formando encuentros imposibles y mundos reducidos. Compré unas cajas prefabricadas y empecé a pegar y a pintar los pequeños escenarios.
Y, sin yo buscarlo, las historias que me iba contando mi hermano se colaban de rondón en las cajas. Entre lo política y lo cínicamente correcto, entre la encantadora indiferencia del arte moderno y el ingenuo apasionamiento de la tradición, las cajas elegían su propio camino: la calzada de baldosas amarillas de los hermanos McCharris.
Nicolás Poussin preparaba maquetas con las figuras y fondos que luego aparecerían en sus composiciones. Hoy no se conserva ninguno, pero pienso que serían bastante parecidas -siglos mediante- a las que yo hice esos días.
Disfruté tanto haciéndolas que estaba seguro que aquello era arte -o tal vez pecado.
Un ojo en Poussin y otro en Joseph Cornell: he aquí una bonita coartada intelectual.
Estas cosas sólo se le ocurrían a mi hermano así que lo achaqué a esa especie de abducción que había empezado a sentir en mí el día en que fui Ángel y Mateo McCharris al mismo tiempo.
Te imagino angustiado esperando mi regreso. Imagino que tengo remordimientos, aún sabiendo que he hecho lo correcto.
Tal vez te apetezca aceptar el reto que te lanzo.
He hecho muchas fotos con mi cámara digital. Un viajante que conocí en Punta Arenas me ha dejado usar su ordenador portátil, así que he preparado unos collages digitales que te envío en formato de archivo junto a este email.
Son los negativos para realizar unas gomas bicromatadas, al modo de los pictorialistas decimonónicos, de Stieglitz y compañía, de la fotografía troglodita.
Yo pongo el siglo XXI y tú el XIX. Se agita y se sirve en vaso largo.
Te mando también un texto para que se lo mandes a Charris para que lo publique en La Naval. Se trata de una “Oda a Internet”.
No parecemos darnos cuenta de lo absolutamente increíble que es la irrupción de este medio en nuestras vidas. Imagino que mientras Guttemberg imprimía sus primeros libros, la vida seguía ignorante y desinteresada, ajena a la vacuna que le estaban inoculando en sus arterias: contra la estupidez, la tiranía, la intransigencia…
Empiezo a echar de menos un sol más generoso y una cocina menos extranjera.
…
La soledad del trabajo en el estudio lleva a los artistas a reunirse con los otros especimenes de su manada, llegando incluso a intentar colectivos, fraternidades, logias irremediablemente condenadas al fracaso por el propio carácter de sus miembros: el sindicato de los sin sindicato. A veces las reuniones y tertulias acaban en cruzadas que alguno de los miembros -o más decidido o más achispado- emprende en contra de cualquier molino de viento que se encuentre en su camino. A menudo estas reuniones son una estupenda excusa para una larga sobremesa mediterránea de vino y licores, de utopías y de revoluciones que se apagan con el ruido de las monedas del cambio sobre el platillo.
A eso sonaba la comida a la que me convocó Cristiani en la terraza del Club Náutico. Yo llegué el primero a la reunión, así que encargué una buena ración de brisa marina y fritura de pescado.
Cristiani vino después, con su carpeta llena de folios y preocupaciones.
-Quiero que leas el manifiesto antes de que lleguen los demás. Pensamos publicarlo en las principales revistas de arte, incluso en las del enemigo.
Cristiani era especialmente dado a las paranoias y a las teorías conspiratorias.
-Al final viene la lista de los que ya han firmado.
Empecé a leerlo mientras empezaba mi segunda cerveza. De entrada, parecía un documento la mar de solemne, con montones de palabras subrayadas en negrita.
“Estamos a punto de estrenar un nuevo siglo. Los criterios historiográficos y museísticos considerados más progresistas apuestan claramente por las instalaciones, los montajes, los videos, proyecciones, performances… intentando enterrar una vez más a la pintura en el desván de las antiguallas. Cualquier intento de creación que huela a óleo y aguarrás, cualquier movimiento que intente tomar partido por ella, es tachado inmediatamente de reaccionario y anacrónico. Cualquier intento de revisión de la historia que no pase por los trillados caminos de la historia oficial está condenado irremediablemente a los dardos, no siempre bienintencionados, de los sacerdotes del templo…”
Me iba haciendo una idea de qué iba esta batalla.
Un barco que regresaba de las faenas de pesca entró a puerto. Decenas de gaviotas chillonas se disputaban las sobras que los marineros tiraban al agua.
“…Cualquier viso de tomar en consideración la obra pintada, y no digamos ya si ésta es de carácter figurativo, tiene garantizada la inmediata puesta en marcha de una cruzada en defensa de los nobles principios de la modernidad, con la adhesión inmediata de las revistas, los departamentos de teoría del arte de las facultades, los artistas del sectarismo. Ricardo Corazón de León y sus amigos emprenden su defensa de los ideales democráticos, contra el golpismo de la Pintura, que amenaza, otra vez, con la palmeta de dómine del absolutismo estético, resucitando los fantasmas del academicismo más trasnochado.”
-Tatatá, tatatá, y un buen montón de firmas.
-¿Cómo que tatatá? -comentó Cristiani un tanto mosqueado.
-No, si está muy bien. Si hemos hablado muchas veces de esto. Y ya sabes cómo doy caña cuando me encuentro alguna mente cuadrada de las que habláis.
-Por eso contaba contigo, bueno, con vosotros. Por cierto ¿qué hace Mateo en Benidorm?
-Es una larga historia. A lo que íbamos. Yo firmo, estoy encantado de estar junto a algunos de los firmantes de tu carta -seguramente algunos de mis artistas favoritos- pero luego están también todos esos cavernícolas, esos cabezas reducidas que se untan las tostadas con óleo…
-No seas así, hombre.
-Yo firmo lo que tu quieras, pero tienes que saber que esta semana hemos firmado otro de estos manifiestos: Contra la Pintura.
-¿Que?
-En realidad han sido tres. Otro era para eliminar el ministerio de cultura y destinar su presupuesto a pagar la deuda del tercer mundo. Y el tercero era para eliminar el ministerio de defensa y destinar su presupuesto al ministerio de cultura.
Cristiani recogió sus papeles y se puso a convencer a los boquerones fritos. Los demás fueron llegando y las discusiones dieron paso a las risas y a las canciones desafinadas. A última hora, los folios de Cristiani sirvieron como sombreros a un coro de napoleones borrachos.
…
Los días seguían pasando con monótona precisión.
Había conseguido retrasar la venida a España de nuestro comisario austriaco, pero la nueva fecha también se acercaba peligrosamente.
Mi actuación, aparte de volverme loco, comenzaba a levantar sospechas.
Una tarde recibí una llamada entrecortada desde una cabina.
-Soy yo, Mateo. Estoy en Santiago de Chile. Estaré de vuelta en un par de días.
Y la llamada, en vez de aliviarme, comenzó a aumentar mi angustia. Mi hermano regresaba con un zurrón de estupendas ideas a las que yo tendría que dar forma. Unas serían desechadas por imposibles, otras nacerían de las discusiones y de los encuentros casuales.
Venían tiempos de enclaustramiento y duro trabajo, de renuncias, bajo el peso de la presión y las fechas. Los estados de ánimo girarían como una noria caprichosa, las dudas nos llamarían contra las rocas con sus cantos de sirena.
Sentí un vértigo inmenso y una punzada en mi fuerza de voluntad. Sabía que al final todo funcionaría, de un modo u otro, que la exposición se inauguraría y que la gente vería las obras -que a unos gustarían y a otros no- y que nadie sabría lo que esconde cada una de ellas: las piececitas livianas o las solemnes y dramáticas, las divertidas y las oscuras…
Sabía que disfrutaría y sufriría, que habría emoción y hastío, excitación y gozo, pero que también haría su aparición el síndrome del bolero: soledad, angustia, desesperación.
Faltaba una semana para que hubiera que dar explicaciones, una semana para que cayera el telón y otro nuevo volviera a subir, sin descanso ni interrupciones.
Me acomodé un rato en el sillón y enseguida caí en uno de esos sueños densos y profundos, de los que cubren la realidad con una espesa capa de niebla oscura.
Comencé a oír ruido en el estudio. Fue entrando gente que llevaba una máscara de cartón con mi cara -tal vez la de mi hermano. Llevaban dorsales numerados y un logotipo en el pecho: Requetemodernos. Se paseaban comentando los lienzos en blanco y en el fondo pude ver a Leopoldo y Raimon intentando vender alguno de estos cuadros. Un crítico, con evidente parecido con el conejo de Alicia, iba deteniéndose en cada obra y sentenciando: ¡Hopper y Morandi! ¡Hopper y Morandi! Alguien salió del cuarto de baño y gritó: ¡Lo siento, me he cargado la cisterna! Y empezó a salir por la puerta sopa de letras. Sopa que iba inundando la sala con sus palabras casuales, sus frases hechas, su discurso indescifrable. El crítico se paró frente al extintor y murmuró: ¡Hopper y Morandi! ¡Hopper y Morandi! Había empezado a marearme cuando Hergé y Arnold Böcklin me agarraron de los brazos y me sacaron a tomar aire fresco.
Desperté empapado en sudor. Encima de la mesa había un catálogo de Spilliaert que comencé a ojear. Encontré toda la paz que me faltaba en sus visiones nocturnas de Ostende, así que entré en Internet y saqué un billete para Tintinlandia.
Escribí una nota amarilla que sería lo primero que encontraría mi hermano al enchufar su ordenador.
Estoy lejos. No huyendo ni escondiéndome: no desapareciendo.
Me voy a Benidorm.
Dale de comer a Duchamp.
Ángel.
Fuente:
Catálogo Ángel Mateo Charris. IVAM. Valencia, 1999.