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En el camino a Damasco (Una parábola)

2013

Gea Martín, Juan Carlos

Damascus, 2012. Óleo sobre papel. 30,8 x 40,8 cm

Damascus, 2012. Óleo sobre papel. 30,8 x 40,8 cm

Damascus, 2012. Óleo sobre papel. 30,8 x 40,8 cm

Uno nunca puede estar seguro de nada. Pero me jugaría mi colección completa de ejemplares de El Cairo a que Moustapha, el dueño del Damascus Bakery en Atlantic Avenue, vende el mejor falafel y los pastelitos de laham ajeen más inolvidables de todo Brooklyn, de toda la ciudad y estoy por decir que de toda la Costa Este. Eso basta, sin duda, para justificar los siete kilómetros y pico de caminata urbana que me obligo a dar de vez en cuando desde mi estudio hasta Brooklyn Heights, cruzando a pie el puente. Es poco más de una hora a buen paso que me sirve para desentumecer los músculos y, sobre todo, la cabeza y los ojos después de horas, quizá días de pintura. Un peatón neoyorquino encuentra inconcebibles esas distancias, pero para un europeo de a pie no son más que un paseo quizá un poco extravagante. Claro que es más discutible que las delikatessen sirias de Moustapha justifiquen una excursión a Atlantic Avenue cruzando el East River cuando toda la Costa Este se encuentra en estado de pánico preventivo ante la llegada de un superhuracán.
Los satélites dicen que aún quedan un par de días antes de que Sandy entre en los Estados Unidos, más o menos veinte millas al sur de mi barrio, pero cae ya casi todo el tiempo una lluvia fría y racheada, y el vendaval agita con violencia los árboles desde hace horas. Antes de salir he revisado en el portátil las fotografías termográficas en tiempo real del satélite NOAA: una sobrecogedora imagen que reproduce cada quince segundos las evoluciones de una masa rojoanaranjada con bordes verdosos que por el momento aún avanza en paralelo a la costa y que parece salida de un cuento de Lovecraft. Pero se me ha incrustado en la cabeza otra imagen: la de una docena de suculentos laham ajeen recalentándose en mi horno mientras espero que pase el huracán con mi sobado ejemplar de Gates of fire en las manos y buena música. Y los que me conocen ya saben hasta qué punto soy vulnerable a las imágenes que ensambla mi mente. Además, acaban de avisar de que los puentes quedarán cerrados en unas horas.
Así que me abrigo bien, cojo mi paraguas, salgo del estudio... y antes de haber recorrido cien metros de mi camino al Damascus, el pavimento mojado me juega una mala pasada. Resbalo junto a un plátano, me golpeo en la cabeza con su tronco, caigo al suelo y todo se apaga al instante.

I.

No por mucho tiempo.
La negrura se ilumina de golpe como si alguien hubiese encendido un proyector. Aunque no son diapositivas, ni retroproyecciones, ni nada que se parezca. Son imágenes que contienen y emiten, de alguna manera, su propia luz mate. Se mantienen unos segundos y pasan, con ese chasquido tan confortante y rítmico del carrusel de diapositivas que el profesor hace girar a tus espaldas, en la oscuridad del fondo de la clase. Lo que veo me recuerda bastante mis propios cuadros, pero estos no los he pintado jamás. Quiero decir que sé que lo que veo no es pintura, pero está hecho con pintura. Y con algo más que eso. A veces escucho algún sonido. Voces o música que provienen de las figuras aunque todo siga estático en ellas. Otras veces percibo con claridad lo que piensan, o adivino con nitidez cosas que en realidad serían completamente invisibles de estar en un cuadro. Unas cuantas de estas escenas aparecen y siguen de largo, se me escapan en la confusión del momento antes de que pueda siquiera verlas. Pero me sereno, las dejo ir pasando con la cadencia que ellas eligen y de algún modo me acomodo mentalmente en la oscuridad de la inconsciencia para observarlas mejor.

Clic.

De nuevo la termografía del Sandy, pero ahora enfocado casi a ras de suelo, en fuerte contrapicado, con el desnudo bloque de la Gagosian Gallery de Chelsea en primer plano. La borrasca se extiende por el cielo y se cierne sobre Manhattan como una crema que palpita con los rojos, los amarillos y los verdes enfermizos de Gerhard Richter. Un sujeto exquisitamente trajeado dirige hacia ella un extraño instrumental de precisión. Una mujer con aspecto de ejecutiva apunta cifras a su lado. Un tercero, en pie tras un atril que se parece a los de las casas de subastas, las transmite fuera del campo de la imagen con ayuda de un viejo megáfono.
Un delirante paisaje de los que dibujaba George Herriman, pero pintado a la manera de Patinir. Una enorme cabeza de Krazy Kat recamada con diamantes se alza como un ídolo en mitad de los baobabs gordos, los edificios alargados sin puertas ni ventanas, las palmeras plantadas en macetas, la extensa llanura curvada. El oficial Pupp, a la derecha de la imagen, se lleva detenidos a Damien Hirst y al ratón Ignatz. Todos ellos parecen pequeños muñecos de plástico de una tienda de baratijas.

Clic.

Bianca Castafiore, con tocado frutal tipo Carmen Miranda, y Beni Moré cantan a dúo Dolor carabalí con la orquesta de Pérez Prado sobre la cubierta inclinada en 45 grados del Sirius mientras el transatlántico se hunde frente al faro de Cabo de Palos:

Mi Dió yo no quiero morí
Mi cuepo no acuanta el doló
Mi negra me niega su amó... 

Clic.

En apariencia, es el mismo atardecer de siempre en Cape Cod. Solo que en este veo lo que está pensando la mujer en pie junto a la puerta. Piensa (no: sabe, acaba de saberlo) que nunca podrá cruzarla de vuelta al interior. Que, vistas desde fuera, todas las casas de este mundo son volúmenes macizos, inhabitables; y que, si las viese desde dentro, la luz que entraría por sus ventanas y todo lo que alcanzase a contemplar a través de ellas sería también una sustancia compacta y tan densa como el óleo. De igual manera, sabe que el bosque del fondo es solo una cierta cantidad de pintura violácea y negra. Que todos, su marido, ella misma, son figurantes a sueldo. Que el collie es un muñeco suspendido sobre la hierba espesa, inmóvil como un caballito de carrusel en su eje. Esta segura de que nadie, ni siquiera su marido, va a creerla y por eso guarda silencio. El tema del cuadro es su resignación. Eso sí es igual en el original.

Clic

Otra estampa marinera, pero esta profundamente serena. Sentados en cómodas butacas de mimbre, el coronel Kurtz (bajo la apariencia del gordo Sydney Greenstreet vestido como El Holandés en Malaca), un Joseph Conrad anciano, Morcillón y Babalú comparten unos vasos de ron jamaicano en la cubierta del vapor Nellie. Al fondo, el Támesis fluye hacia el humo de las chimeneas y el atardecer londinense. En el lugar del sol pende un cartel amarillo que advierte: DEAD END STREET.

Clic.

Dos patinadores descienden por la rampa central del museo Guggenheim. Todas las obras expuestas -cientos, cubriendo toda la pared-, son cromos de viejos álbumes de la editorial Maga. Destaca una de Zoología y botánica (1962), reproducida a gran formato: la imagen (cromo nº 65, fragmento) de un nativo africano junto a un termitero que quintuplica su estatura. La pequeña cartela junto a él reza: Humildad, o La condición humana.

Clic

El laboratorio de Nicola Tesla en Colorado Springs. Bajo los extraños aparatos y los haces de rayos, Tesla en persona, ataviado con una gran bata, un mandil de cuero y unos guantes de goma, vigila con los brazos en jarras y gesto preocupado una mesa de operaciones. Sobre ella, el urinario de Duchamp, impecablemente ejecutado en origami, recibe varios rayos emitidos por un aparato invisible desde el techo. No lo pone en parte alguna, pero sé que el título del cuadro es Deus ex-machina.

Clic.

Una falla en la que los ninots están dispuestos exactamente igual que en la portada del Sgt. Peppers (pero ninguna de cuyas efigies coincide en realidad con las del original), a medio arder en la plaza de la iglesia del barrio valenciano de Benimaclet mientras la contempla por un solitario hombre de espaldas, ataviado con traje y sombrero. Me cuesta identificar los rostros de los ninots, pero sé que ninguno es el mío. Y no sé si eso me alivia o me entristece.

Clic.

Un lanzador de cuchillos que se parece una barbaridad a un famoso crítico de arte que se ha ocupado a menudo de mi pintura lanza sus dagas contra la figura de un hombre maniatado en una rueda que gira (este sí se parece a mí). Cada cuchillo lleva grabado el nombre de cada uno de los artistas a los que ha escrito que le recuerdo; con ellos (son decenas) me ha ido silueteando hasta casi llenar la superficie de la rueda. En los damascos del fondo de escenario, bordado en letras púrpuras: La Fama.

Clic.

La torre roja, de Giorgio de Chirico. A la la izquierda de la torre, una nave espacial humeante y medio destrozada, como si hubiese sufrido un aterrizaje violento. Reconozco en ella la Estrella Lejana, de Roco Vargas, dibujada por Daniel Torres. Junto a ella, dos figuras observan el entorno: una de ellas, es el propio Roco Vargas, vestido de astronauta y alzando la visera de su escafandra. La otra, que mira en dirección opuesta, es el escritor Roberto Bolaño, que sostiene con gesto escéptico un cigarrillo en la mano derecha y guarda la izquierda en el bolsillo de una arrugada americana.

Clic.

El Stuka del piloto de caza Beuys alcanzado por el fuego de las lejanas baterías rusas, justo cuando termina de escribir con el humo de sus llamas en el cielo de Crimea una quintilla del trovero Ángel Roca:

El trovero ha de volar
por cielos inexplorados, 
ingenio en repentizar
y sutileza en crear
                                               han de ser siempre aliados.

 

Clic.

La célebre fotografía del astronauta americano Edward H. White tomada desde el Gemini IV durante su paseo espacial del 3 de junio de 1965. Lo que se ve tras él, flotando en el espacio, no es un fragmento de la Tierra, sino la esquina de una caja de Joseph Cornell del tamaño del planeta.

Clic.

El horizonte del mar Menor visto, más o menos, desde un embarcadero de Los Urrutias. El Barón y la Perdiguera no son islotes sino pequeños volcanes que emiten una fina humareda, como anticipando una erupción. En primer plano, zarpa hacia ellas el Submarino Peral. La ceniza de los volcanes dibuja tenuemente en el cielo la frase: ¿Por qué me persigues?

Clic.

La fotografía de Yves Klein Salto al vacío. Sobre el asfalto, tirado justo en el lugar donde va a caer su cuerpo, el Cuadrado negro de Malevich.

Clic

El Cuadrado negrode Malevich.

Clic.

Una luz distinta. Viento y lluvia. Caras de desconocidos que me miran con gesto preocupado. En primer plano, una camarera cuyo rostro me resulta familiar, mantiene cerca de mi cara un paño húmedo y me pregunta si me encuentro bien. Reconozco el toldo de la pizzería de la esquina con la Segunda Avenida. Siento un suave dolor de cabeza, cierta desorientación que no es exactamente física y un raro bienestar, a pesar de todo. Alivio. O es más bien euforia. El apremio de volver corriendo al estudio y empezar a pintar como un loco. El deseo de pintar.

Clic.

Sin embargo, no consigo pintar nada ni ese día ni a lo largo de todo el día siguiente.
Las visiones del minuto escaso en el que, según me contaron, permanecí fuera de juego siguen girando en el interior de mi cabeza con la misma violencia que el huracán ahí afuera; se confunden y recombinan entre ellas, se entrometen con las de los cuadros que ya tenía empezados para la exposición que me espera de vuelta a España, me lo desordenan todo como si hubiese abierto de par en par las ventanas del estudio para que entrase la tempestad. Tengo una extraña sensación de fin de etapa, de algo derrumbado y algo que quiere alzarse, de refracción. Me pongo en camino ante cada lienzo, tropiezo y vuelvo a levantarme una y otra vez. Y el final siempre es el mismo: la frase en ceniza “¿Por qué me persigues?”. El Cuadrado negro como una especie de ventana abierta a la ceguera.
El tiempo ha empeorado mucho. Los informativos dicen que Sandy ha tocado tierra al sur de Atlantic City hace una hora y piden que permanezcamos en casa, pero no puedo quedarme encerrado con todos estos fantasmas que me importunan. Mejor salir que salir loco.
Ya en las calles, me sorprende la cantidad de nativos y turistas que han decidido desafiar a Sandy y a las autoridades para ser testigos de lo que quizá nunca más vaya a tener ante sus ojos. No puedo reprochárselo. Es un espectáculo sobrecogedor, irrepetible. Los edificios parecen trepidar bajo la tempestad y el avance se hace fatigoso. Cuando salgo a Union Square, todas las luces de Manhattan sur se apagan de golpe. Hay gritos de sorpresa, no enteramente desagradable. La ciudad se transforma en un instante en una cordillera en las sombras, en un desfiladero de paredes oscuras. Me sonrío: huyo del negro malevich y me encuentro con la negrura también aquí fuera.
A unas manzanas, el Empire State permanece iluminado como un gigantesco faro. Su resplandor y el de las luces que permanecen encendidas iluminan las nubes bajas, desflecándose en lluvia. La oscuridad está solo aquí abajo, entre los edificios. Sobre ellos, el cielo brilla y se agita como un televisor estacionado en un canal sin emisión, esperando que lo sintonicen. Se despliega tras las moles negras como un inmenso y disponible lienzo de un gris resplandeciente. Hacia el sur de Manhattan todo está oscuro.
Así que me pongo en camino hacia el Norte.

Noviembre de 2012           



Fuente:

Catálogo On The Road To Damascus, Gijón, 2013