Entre la vigilia y el sueño
2011
D'Acosta, Sema
Es posible que el séptimo ciclo de La Conservera, que se ha inaugurado en este inicio de temporada, sea el mejor acabado de todos los vistos hasta ahora. El concepto sobre el que giran las cinco muestras que lo componen se mueve en torno a la idea de viaje, un motivo usual en la Historia del Arte que sirve en esta ocasión para que los artistas elegidos desarrollen un itinerario específico a partir de una travesía personal significativa vinculada con Murcia, que se convierte en la mayoría de los casos en punto de salida o llegada indistintamente.
De las exposiciones presentadas, la propuesta al alimón de Ángel Mateo Charris (Cartagena, 1962) y Gonzalo Sicre (Cádiz, 1967) resulta la más convincente. En primer lugar por la cuidada puesta en escena que ha planteado el arquitecto Martín Lejarraga, que ha realizado una meticulosa labor de ambientación que logra transformar las limitadas posibilidades de la sala en dos espacios con personalidad propia, recreando en el primero la noche en una playa de Ostende y en el segundo, el taller donde se han concebido las piezas exhibidas. Además de cuadros de amplio formato, las instalaciones son ricas en pormenores, bocetos y detalles, un sinfín de objetos que nos acercan al proceso creativo de los autores y nos ayudan a entender el laborioso camino que han recorrido hasta culminar este trabajo.
La idea que motiva el proyecto se inspira en la figura del pintor belga Leon Spilliaert, un personaje misterioso y atormentado que nació en la ciudad flamenca de Ostende a finales del siglo XIX. Durante una visita conjunta al Museo de Arte Moderno de Bruselas hace más de una década, Charris y Sicre descubrieron sus lienzos y quedaron atrapados por el oscuro magnetismo que desprendían sus imágenes. Una atracción que les ha llevado a volver en numerosas ocasiones hasta esta pequeña localidad costera para intentar comprender, a través de los sitios donde vivió, el silencio triste que rezuma su obra, una atmósfera densa que vibra entre el dramatismo y la melancolía.
No es la primera vez que estos dos amigos, residentes en Cartagena, se embarcan en una empresa común que rastrea las huellas de un artista por el que sienten predilección. En 1995 viajaron juntos hasta Estados Unidos para adentrarse en las profundidades de Edward Hopper. Primero asistieron a la antológica que le había preparado el Whitney Museum de Nueva York; luego se trasladaron en tren hasta Cape Cod en Massachussets para conocer el lugar de veraneo del pintor y uno de sus motivos paisajísticos más habituales. De aquel episodio nació un libro y una exposición a modo de homenaje. Quince años después repiten aventura pero ahora en Bélgica, buscando en las sombras de Ostende las claustrofóbicas escenas nocturnas de Spilliaert, que vagaba por sus calles tras la puesta de sol azorado por un insomnio perenne que le impedía descansar.
Las composiciones de Sicre se recrean en rincones que normalmente pasan desapercibidos o pueden resultar ambiguos, como ventanas o escaparates; en su estilo es muy reconocible esa quietud trascendente que caracterizaba las telas de Hopper. Charris, en cambio, opta por el extrañamiento o la paradoja, introduciendo en sus óleos guiños imposibles que atrapan nuestra atención y convierten la normalidad en un artificio que nos inquieta sin hacer ruido. En ambos son esenciales las líneas que marcan la arquitectura, y los dos se mueven en los márgenes de lo onírico, una corriente que algunos críticos, como Juan Manuel Bonet, bautizaron en los años noventa como neo-metafísica.
Fuente:
El Cultural 30.09.2011