Charris
Español

Xirimiri Express

1997

Mateo Charris, Ángel

Cuando decidí viajar por primera vez al norte, consulté con mis amigos sobre la mejor forma de llegar allí. Con toda su buena voluntad, me dieron diversas opciones para el trayecto, desde las más rápidas y sofisticadas combinaciones aéreas, a las más rusticas y encantadoras. Los tecnófilos me hablaban de aviones equipados con terminales de ordenador en cada asiento, televisor individualizado con docenas de canales, internet, rapidez, eficacia. Los, llamémosles, románticos me sugerían un viaje pausado y enriquecedor, con trenecitos de vía estrecha enlazados por rudimentarios medios de transporte, entre paisajes bucólicos y lecturas de los clásicos.
Cuando salía el tema en alguna de nuestras reuniones comunes, los partidarios de ambos frentes organizaban intrincadas trifulcas a costa de organizar mi recorrido, formaban bandos cerrados, desautorizaban al enemigo, acababan con todas mis bebidas y me dejaban la casa hecha unos zorros.
Así que pasaron los meses y, ante tanto argumento irrefutable y tanta biblia en pasta, yo seguía sin decidirme y por tanto sin viajar. No quería perder los encantos que un viaje sin arrebatos proporciona, pero mis posaderas de urbanita no estaban para paseos en burro por la sierra. Y en los medios más sofisticados el viaje y el dinero se te va en un suspiro, sin contar con mis resquemores a los efectos que tanta interferencia electrónica podía causar en mi marcapasos. Pero cuando me enteré por casualidad, por el escaparate de una agencia de viajes cochambrosa, de la existencia del Xirimiri Express, no lo dudé un momento.
El tren es un medio de transporte con gracia y abolengo, es cómodo y te da tiempo a cumplir con todos los trámites de un viaje como Dios manda: leer un poco, tomar café, charlar con desconocidos y ver trozos de películas infames. Para contentar a mis futuroscópicos amigos me llevaría mi ordenador portátil, más que nada para jugar un rato, mi nueva cámara digital, el móvil; para no dar por perdidas las bienintencionadas palizas de mis camaradas alérgicos a la modernidad, me llevaría un libro de Ramón Gaya, una pipa para empezar a fumar, una mantita a cuadros y un buen surtido de música de cámara.
Así que con tan variopinto equipaje llegué a la estación brumosa e invernal, dibujando nubes con mi aliento y frotando una nariz poco acostumbrada a los rigores mañaneros.
El tren era moderno aunque ya empezaban a posarse en él las capas de cebolla del tiempo, aquí un desconchado, allá una cortina estropeada. Desde la ventanilla observé los ritos y ceremonias de los revisores y mecánicos, los maquinistas que llegaban y las limpiadoras que se iban. Los escasos viajeros fueron desperdigándose por los vagones y el tren comenzó una suave y traqueteante travesía hacia el norte.
Fuimos atravesando campos escarchados y caseríos de piedra, paisajes antiguos y ciudades de provincia; tan pronto nos adentrábamos en un arrabal neorrealista de chabolas como aparecían ante nosotros las cúpulas plateadas de una futurista central nuclear, y de unos promontorios neolíticos pasábamos a los desvaríos tecnológicos de un nuevo parque temático.
Las finísimas gotas de lluvia empañaban los cristales dándole a las panorámicas un cierto aire encantado.
Entre las revistas que la compañía deja para el entretenimiento de los viajeros, encontré un catálogo de una exposición de arte que supuse patrocinado por la empresa ferroviaria. Como no soporto las películas de artes marciales decidí echarle un vistazo y, en contra de mis principios, empecé por leer el texto de presentación.

Desde siempre los tiempos luchan incansablemente entre sí. Los viejos y los nuevos, las promesas de lo que vendrá y la nostalgia de lo que ya se pierde. En esa ola de senos y cosenos, a los hombres nos toca surfear entre paisajes que cambian, sastres caprichosos, profetas enloquecidos y mujeres de Lot.
Aún no te acabas de acostumbrar al automóvil cuando ya hay que comprarse el último grito en naves espaciales. Te crees que eres de esta época cuando ya te ves en los documentales luciendo unos cortes de pelo ridículos.
Y en este vértigo de relojes y satélites, uno sufre la tentación de dejarse llevar por el pretérito imperfecto o de correr hacia adelante en una estampida de píxeles y fuegos artificiales.
Pero enseguida llega el sirimiri y te lava los ojos, el mismo y repetido calabobos de Altamira, el de los paseos vespertinos de Pío Baroja, el de ayer por la mañana, el de Blade Runner: gotitas de lo inmutable que nos aguijonean con su eterna sonata de sensatez.
Analizadas al microscopio, esta gotas nos devuelven las imágenes sin deformaciones: a Cervantes sin gola y a Mondrian sin regla. Es allí donde podríamos encontrar las claves de nuestros sueños.
No soy quién para dar consejos, fascinado de igual modo por los fastos del futuro y los cantos de sirena del pasado, pero yo dejaría que, de vez en cuando, me calara el sirimiri, paseando por la playa o navegando por la red: sólo sabiendo el antes y el después intuiremos el ahora.
Nada de fascinarse con carcasas plateadas, ni con olores de naftalina: rasque la corteza y si verdea, es que está vivo.
Esperen la fina lluvia sin prisa y con buen ánimo, siempre llega… y se lo dice ¡un pingüino en el Sahara!
–Pero hombre, ¿eres tú?
Yo pensaba que sí que era yo, pero tardé un poco en reconocer al señor que me hacía esta pregunta. Resultó ser el peluquero de mi infancia, toda una celebridad en la ciudad, y que me había torturado el cogote hasta que tuve el uso de razón suficiente como para elegir barbero.
–Veo que ya no te peinas hacia este lado, en realidad creo que no te peinas en absoluto. Siempre es mejor que peinarse hacia el otro lado, pero dejame que piense qué se podría hacer con tu cabeza.
Y así comenzó una larga disertación sobre el tiempo en el que todo el mundo se peinaba hacia el otro lado, hasta que él, salvador de los destinos de mi pueblo, hizo ver a todo el mundo el grave error y consiguió desterrar para siempre tan ridícula forma de peinarse. No contento con su prestigio y sólida posición como mejor peluquero de la ciudad, le amargaba la vejez el ver como reaparecían de vez en cuando algunos elementos discordantes con el pelo hacia el otro lado, sin contar con aquellos que se lo cortaban tanto que era bastante difícil de averiguar hacia dónde se peinaban o los que como yo que sencillamente huíamos del peine. Don Marcelino, que así se llamaba este gendarme de la pureza, estaba dispuesto a encarrilar a todas las ovejas perdidas del rebaño y si no, a dejar bien claro lo impresentable de la actitud de los rebeldes.
Todo el tiempo hablaba mirando los enredos de mi pelo, y a veces se le escapaba una mueca de desaprobación. Un poco molesto saqué de la bolsa una gorra de lana y me la encasqueté.
–Uy, ni se te ocurra ponerte eso si no quieres quedarte calvo en pocos años.
Convencí a don Marcelino para que viniera a tomar un café al vagón restaurante, momento en el que aproveché una oportuna puerta abierta entre dos vagones para empujar al peluquero fuera del Xirimiri. Aunque en principio consiguió aferrarse a un lado de la abertura, un golpe de aire lo despeinó y al echarse mano a su cuidado pelucón se despeñó puente abajo.
Me dirigí a la cafetería y ojeando la prensa me encontré con una idea del profesor Pinillos: Estamos inmersos en el tumulto.
La retuve un rato, la observé, empecé a jugar con ella y al final decidí mojarla en el cortado y tomármela de desayuno.
Cuando uno viaja siempre hace cosas que habitualmente no haría.
El tiempo se comportaba de forma caprichosa en ese tren. Las horas se alargaban y encogían como un muelle recién estrenado, los segundos duraban horas y los meses minutos, o al menos esa era la sensación que a mí me daba. Algo parecido a los efectos alucinatorios de algunas sustancias de dudosa honorabilidad. Cuando me cansé de leer, empecé con la obra completa de Paul Klee en cd rom, luego jugué a adivinar las vidas de la gente que veía por la ventanilla, vi una película de los hermanos Cohen, dormí la siesta…
–¿Está ocupado este asiento?
Cualquiera podía ver que el asiento no estaba ocupado tan claramente como yo veía el pelmazo que me estaba cayendo de compañero de viaje.
No voy a cansarles con la odiosa y cansina verborrea con la que me castigó mi vecino. Cuando tras horas de suplicio agoté mis buenos modales y mi caja de aspirinas, me eché a dormir en sus narices. Durante unos minutos pareció funcionar y permaneció callado, pero, tras ojear el catálogo del pingüino, me despertó para una de sus agudas observaciones.
Desde siempre los tiempos luchan incansablemente entre sí…
–No hace falta ni que lea este prólogo. En seguida se nota que es de esos típicos textos de catálogo de arte que hablan de cualquier cosa menos de arte. Ni te cuentan de lo que van las obras, ni te explican nada, ni te las analizan. Vamos, estoy seguro que ni trae una foto del artista.
El sirimiri continuaba escoltando nuestra larga travesía hacia el futuro, de presente en presente, de estación en estación. El tren entró en un túnel, momento que aprovecharon una excursión de ángeles para cambiarse de asientos. Era el momento propicio para invitar a mi compañero de viaje a un café bien calentito en el vagón restaurante.