Charris
Español

Ilustrando a Dickens

2012

Mateo Charris, Ángel

Cualquier imagen que metamos en un libro es una intrusa, una advenediza en el reino de las palabras, un lorito que repite lo que dice su dueño. Ésta sería la postura de Gustave Flaubert, para el que hasta “el más ínfimo dibujo devora  la más hermosa descripción literaria” al reducir lo universal a lo particular[1]. Y desde el otro lado también están los que afirman que las artes plásticas no deben contaminarse de palabras y literatura, ciñendo su territorio a la forma y sus atributos. Gendarmes de la pureza que afortunadamente ni bajan del Sinaí ni traen sus opiniones escritas en piedra.
Porque ilustrar los libros –o iluminarlos según su acepción medieval– ha producido algunos de los objetos más hermosos creados por la mano del hombre. No siempre se produce el milagro, pero el binomio palabras/imágenes ha servido para enriquecer mutuamente los territorios de ambas disciplinas, que suelen encontrarse cómodas en su mestizo flirteo.
Charles Dickens conocía el poder de lo visual para atraer lectores hacia los engranajes de sus novelas y  se involucraba especialmente en el trabajo de sus ilustradores, escogiendo y matizando los bocetos que le presentaban, discutiendo detalles y sugiriendo interpretaciones.

Doscientos años después de su nacimiento me encargan ilustrar sus “Grandes Esperanzas” y yo ni siquiera tengo las pistas primigenias, porque fue la única de sus obras que se publicó sin grabados en su primera edición.
Hay artistas que prefieren que su mundo se imponga al del autor, que la historia sea apenas una excusa para mostrar sus propias obsesiones y convicciones. El resultado puede ser brillante, pero en muchas ocasiones original e interpretación apenas se hablan.
Otros prefieren seguir el curso de la narración al pie de la letra –los ilustradores profesionales utilizan más este camino– poniendo cara a los personajes, aplicándose en traducir las escenas en su storyboard. También tenemos ejemplos brillantes de esta opción, pero yo he preferido seguir otra vía, como ya hice en “El corazón de las tinieblas” de Conrad hace unos años, una edición charrisiana, donde se añaden personajes que no aparecen en el original, donde las imágenes se enredan alrededor de la trama vislumbrada al otro lado del espejo, donde a los territorios reales se le superpone otro universo, que cruza épocas y mezcla lo documentado y lo inventado, donde los indios pueden usar reloj pero pronuncian un perfecto inglés, tremendamente respetuoso e irónicamente irreverente.
Mis tijeras –el collage siempre está en la base de mis bocetos y composiciones previas­– han ido recolectando de la iconografía victoriana y de las películas de levita, de mis fotos de viaje y de la imaginación de Dickens, para intentar crearle un traje a medida con el que se sienta confortable y con el que pueda salir a pasear por nuestra siglo con toda la dignidad que se merece el genio inglés.

 

[1] Manguel, Alberto: Leer imágenes. Alianza Editorial. Madrid, 2011. Pg. 20.