Charris
Español

Lili, Mimi, TT

1999

Mateo Charris, Ángel

Los días decisivos no siempre avisan su presencia. Muchas veces se disfrazan del cotidiano ir y venir de nuestros cansancios y rutinas, del aburrido y eterno aroma de lo gris.
En uno de aquellos días, mientras contemplaban la cueva de los osos del zoo de Berna, supieron que su vida estaba a punto de dar un vuelco.
–Quiero ser una mujer, una sola mujer.
Y la hermana asintió, sin apartar su mirada del joven que fotografiaba los juegos de los animales.
–Estaba pensando lo mismo. Y quiero ser artista.
Saludaron al unísono al joven ondeando un pañuelito de encaje. La coordinación de sus movimientos recordaba los afanes de los espejos por imitarnos, por enfrascarnos en sus caprichosos jeroglíficos de apariencias y realidades.
El joven se ruborizó y devolvió una sonrisa que ambas hermanas guardaron en su camafeo, creyéndose únicas poseedoras de la hermosa promesa azul.
Las siamesas Kitsch eran una de las atracciones del Teatro de Fenómenos Pop, un circo ambulante que cosechaba un gran éxito entre los amantes de lo extraño en una época, por lo demás, bastante extraña. Mutilados, deformes, tatuados y demás enemigos de la norma, paseaban su rareza para tranquilidad del resto del género humano, eternamente preocupado por la uniformidad y el espíritu gregario. Estos monstruos asustaban, más que a los niños impresionables, a los fantasmas de sus padres: el rechazo del grupo, el síndrome del patito feo. Cualquiera era “normal” al lado de este desfile de excentricidades.
Lili y Mimi, hermanas de sangre y carne, unidas por lazos mucho más fuertes que el parentesco, no sabían lo que era la soledad.
Acostumbradas como estaban a la eterna presencia de la otra, nunca ha-bían sentido la necesidad de encaminar sus pasos adonde sólo una quisiera ir.
Hasta aquella mañana de primavera en que sus deseos se desperezaban al tiempo que los adormilados osos.
Volvieron al día siguiente y supieron que el joven impresionaba placas para una editorial de postales, que era rumano y que tenía una voz dulce y fuerte, y que próximamente marcharía a Zurich a casa de su tío.
Y ellas, que se lo contaban todo, no se dijeron la una a la otra lo que sentían por el joven Hugo, que así se llamaba el fotógrafo. 

Se despidieron del circo, pese a los ruegos del director y a los consejos de sus compañeros, llevándose todos sus ahorros y sus escasas pertenencias.
Unos días después se instalaron en la calle Spielgasse de Zurich, enfrente de un local al que sabían solía acudir su galán.
Y así fue como llegaron, con la única guía de la música del azar, a uno de esos ojos de huracán de la Historia.
Cogieron unas habitaciones junto a las de un refugiado ruso desde las que se podía ver el Cabaret Voltaire, cuartel general de los alocados miembros de un nuevo movimiento artístico: Dadá.
Solían pasar largos ratos asomadas al balcón, viendo entrar y salir a la gente.
A veces jugaban partidas de ajedrez a tres con su vecino, constantemente interrumpidas por el trasiego de visitantes que recibía.
Una noche de fanfarria y farolillos vieron entrar en el cabaret al fotógrafo de osos y, olvidando su timidez y su aversión a las masas, decidieron entrar a conocer el lugar.
Con sus mejores galas y el paso tan acompasado que sólo parecían un par de mujeres caminando agarradas, las Kitsch se instalaron entre el bullicio y se atrevieron con un par de jarras de cerveza.
–¡Qué sorpresa encontrarlas aquí! –el joven parecía realmente confundido con su presencia.
–Sólo los montes no se encuentran. –dijo Lili con un brillo de diamante en sus ojos.
–Es un proverbio belga. –puntualizó Mimi– Los españoles dirían que el mundo es un pañuelo.
–Y yo me alegro de que lo sea.
Todo el mundo acababa por detectar la presencia de las siamesas, pero los rumores acababan en cuanto dejaban de ser novedad.
Un grupo especialmente interesado se acercó a la mesa.
–Mi querido sobrino. Tienes que presentarme inmediatamente a estas bellezas.
Las hermanas reconocieron al tío artista del que les había hablado Hugo.
–Las señoritas Lili y Mimi Kitsch –y dirigiéndose a ellas– Señoritas, mi tío Tristan Tzara y sus amigos…
–¡Oh! Estos son nuestro dadafilósofo Hugo Ball y nuestro dadabasurero Kurt Schwitters.
Las hermanas se miraban extrañadas y divertidas.
–Y ustedes, mis queridas señoritas, son la dadabelleza personificada.
Las dadadivagaciones de Tzara dieron pie a una velada de chascarrillos y locuras, de teorías y contrateorías, que acabaron por confundir totalmente a las hermanas, pero que les abrieron las puertas a un mundo tan disparatado como el real, pero mucho menos serio.
Las Kitsch se convirtieron en asiduas de las tertulias y acciones Dadá.
Mientras tanto, el amor se introducía entre las siamesas como una cuña en el hielo.
El día que Mister Majareta –un músico llegado de Berlín cuyo espectáculo consistía básicamente en ir destrozando uno por uno los instrumentos de su pequeña orquesta entre el frenesí del público– tocaba en el Voltaire, las hermanas decidieron aceptar la invitación de Tzara para intervenir en un acto.
Hugo Ball deambulaba por el escenario vestido de hombre lata, las hermanas lanzaban coloridas pompas de jabón y Tzara anunciaba el nacimiento de un nuevo artista.
–Lili, Mimi, TT. Un artista con tres cabezas y dos cuerpos. Li-Mi-Te.
El rumano, en volandas de una docena de licores, recitaba con la convicción de un charlatán de feria.
–Nosotros somos directores de circo y chiflamos por entre los vientos de las ferias, por entre los conventos, las prostituciones, teatros, realidades, sentimientos, restaurantes, uy, jojo, bang, bang.1
Y acompañó el recitado sacando una pistola real y disparando al aire. La gente corrió espantada y acabó interviniendo la policía.
En un pequeño banco de la comisaría de Zurich fue donde el joven Hugo Tzara rompió dos corazones con una sola frase.
–Parto inmediatamente para América. Sé que allí está mi futuro.
Y cada hermana Kitsch supo que el suyo también.
Pero antes debían soltar lastre y comenzar a vivir en un mundo sin mitades.
Gracias a su vecino ruso, Vladimir Illich Lenin, comenzaron a divisar una luz al final del camino.
–Precisamente en América, en Nueva York, conozco a un cirujano maravilloso que podrá ayudarles con su problema. Vive en el sur de Manhattan, en un barrio tan lleno de ucranianos que lo llaman la pequeña Odessa. 

Meses después, las hermanas que habían ido arrojando todo su pasado contra la estela que dibujaba el barco hacia su meta, divisaban la antorcha de la estatua de la libertad. Brillaba casi tanto como la sonrisa del sobrino de Tristan Tzara, como los ojos del fotógrafo de osos, como la esperanza.
–Su operación es relativamente sencilla. Pero no está de más que encomienden su suerte al dios que ustedes prefieran.
Y sea por los dioses o por las hábiles manos del cirujano, el caso es que Lili y Mimi fueron por fin dos, y a lo único a lo que estaban atadas era a su propia sombra.
Vivían juntas y ambas, que habían recibido su bautizo de fuego en el cenáculo dadaísta, querían ser artistas.
Lili, inspirada por las enseñanzas del dadabasurero Schwitters, se decidió por la plástica, frecuentando el circulo de Stieglitz y su galería.
Mimi prefirió las variedades, y consiguió cierta fama entre los asiduos de la calle 42, no sólo por su hermosura y su peculiaridad –le faltaba un brazo– sino por su electrizante e hipnótico baile y por las diabluras que conseguía hacer con los aditamentos incorporados a unos senos de belleza clásica.
Mientras tanto el hombre de sus sueños se había diluido entre la marea de inmigrantes que, como un chorro incesante, entraban por la isla de Ellis. El gran continente americano se lo había tragado con la glotonería de una ballena bulímica.
Sucedió en un museo. Fue en la primera exposición Dada organizada por el Museo de Arte Moderno donde los tres garabatos de sus vidas se volvieron a tropezar.
–Estás estupendo, Hugo.
–Y vosotras… es increíble. Es toda una sorpresa.
–Dos, somos dos. Una y una.
–Ya veo.
Y volvió de nuevo a girar el engranaje en una orgía de feromonas y deseos entrecruzados.
Los días pasaron y las hermanas, que seguían sin contarse su mutuo amor por el joven, se entregaron a un vodevil de citas a escondidas y encuentros entrecortados.
Una excursión al paraíso que amenazó tormenta en cuanto el ánimo del rumano se tornó oscuro y premonitorio.
–Tengo que deciros algo.
Las Kitsch empezaron a oír un silbido, como cuando estallaba una bomba, como el que hacían los suicidas que volaban a la acera desde los rascacielos.
–Me marcho al Oeste. He decidido dedicar mi vida a Dios.
Y las hermanas tuvieron que apoyarse la una a la otra por su brazo ausente, como en la vida anterior a él, como cuando el mundo aún no se había vuelto loco y las únicas monstruosidades que pasaban en Alemania eran las del circo Pop.
Nueve meses después de que la luz escapara al oeste, un par de pequeñas luciérnagas comenzó a brillar en las vidas de Lili y Mimi.
Y la vida siguió girando. 

Nadie puede escapar al destino.
Nadie puede escapar a DADA.
Tan sólo DADA pude hacerle a usted escapar al destino.2 

Mil novecientos noventa y nueve. Esperanza y Carmen Kitsch, descendientes de una larga saga de madres solitarias, salían del despacho del abogado de un pequeño pueblo de Utah.
Habían ido al funeral de sus abuelas, fallecidas en un accidente coche.
–Todas sus pertenencias están en esas cajas.
Pasaron la noche en un bonito motel, dedicándose a descifrar las mil y una historias de las abuelas, cuidadosamente documentadas en forma de fotos, cartas, carteles, cuadros, dibujitos, colchas…
La heroína del erotismo y la precursora del pop art entrecruzaban sus vidas en calendarios para camioneros e invitaciones a inauguraciones, carteles para actuaciones en Las Vegas y anuncios para refrescos, collages y revistas, trajes de lentejuelas y boinas negras.
Y dos cofres de tesoros: uno con una preciosa colección de zapatos de tacón de aguja, otra con dibujos dedicados a Lili de Grosz, Dove, Marsden Hartley, Rauschenberg, Rosenquist, Vargas…
Tesoros empaquetados el mismo año que el abuelo decidió mandar dos cartas anunciando a sus destinatarias que había decidido hacerse pastor de una secta mormona escindida: la única que aún permitía la poligamia.
El último recuerdo era una foto de los tres –el abuelo Tzara y las abuelas Kitsch– metidos en un gran poncho indio con tres agujeros para sus cabezas. Al fondo el Gran Cañón del Colorado, el gran agujero sagrado amparando sus sonrisas y sus arrugas. El marco era de indios y vaqueros, con la leyenda “Recuerdo del Gran Cañón”.
Puro pop. Puro kitsch. Pura vida.