Charris
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Los fantasmas de Ostende

2011

Mateo Charris, Ángel

¿Qué serían las ciudades sin sus fantasmas? Apenas un montón de casas y gente, unos garabatos en las cartografías, una acumulación de hormigueros en el paisaje.
La decisión de los fantasmas de quedarse en un lugar u otro convierte a los lugares en anodinos o interesantes, en encrucijada de misterios o en citas con lo irrelevante. Aunque para mucha gente no hay diferencia porque son incapaces de intuir las presencias invisibles de las almas perdidas de las ciudades: no reconocerían ni a Nosferatu aunque estuviera mordiéndoles en el cuello. Se necesita una cierta curiosidad y un espíritu permeable, una tendencia a jugar con la interpretación de las posibles señales y el radar de un niño. De nada vale coquetear con los psicotrópicos ni intentar ver el traje nuevo del emperador si no está ahí: a los fantasmas no les gustan nada los farsantes.
 
Sólo unos pocos años después del nacimiento de Spilliaert, Madame Blavatsky, la legendaria ocultista y teósofa, escribió parte de su Doctrina Secreta en Ostende, inspirada, según ella, por los espíritus de antiguos sabios orientales. Desde la ventana de su hotel en la playa la imaginamos viendo pasar los fantasmas de los tercios de Flandes y de los resistentes del sitio de la ciudad de 1601, los pocos que aún vagaran por sus calles de las decenas de miles que perdieron la vida en uno de esos estúpidos y cruentos episodios de la Historia. Un pequeño número porque lo fantasmas se van desvaneciendo a medida que el tiempo y el olvido va desgastando su resistencia a aferrarse al mundo, temerosos de que no exista nada más que lo real y que hasta su leve existencia como ente sin cuerpo acabe irremisiblemente en la nada.
Madame Blavatski escribiendo enferma y crepuscular en un hotelito de la pequeña ciudad del Mar del Norte, convertida ahora ya ella misma en un alma errante por el universo de las ideas y las apariencias.
Y si contemplamos Ostende sin fantasmas ¿qué es?. Una pequeña ciudad de veraneo, otro montón de desabridas arquitecturas de poco fuste en la que sobreviven algunas piezas de su pasado belle époque, un lugar de paseo en el que rellenar los días de vacaciones de las clases medias y trabajadoras en esta nueva edad de la tranquilidad, comiendo gambitas grises y lenguado a la ostendesa mientras pasean en bicicleta o a pie por el paseo. Tierra de jubilados ociosos y familias, como tantos lugares en esta costa y en otras. Es la posibilidad de avistar sus fantasmas la que nos atrae: encontrar a Stefan Zweig con Joseph Roth o Albert Einstein en la mesa de un café, a Marvin Gaye corriendo en chándal por la playa o a Ensor, Spilliaert y Permecke discutiendo los Cantos de Maldoror en una plaza poco transitada. Y es más, encontrar en la ciudad real la ciudad fantasma, la ciudad pintada, el territorio del sueño en un mundo de momentos intrascendentes.
Parece que es pedir demasiado el ver fantasmas en este mundo, pero es algo a lo que estamos acostumbrados los artistas, los aficionados, los amantes del arte: ver algo que los demás no ven, encontrar el orden interno que une a la materia y la emoción, el rompecabezas conceptual, el equilibrio de una ecuación matemática y un puñetazo en el estómago.
 
El problema con el mundo de los fantasmas, también con el del arte, es que es difícil discernir lo verdadero de lo falso, lo auténtico de lo artificial, y casi cualquiera puede hacerse pasar por un cazador de fantasmas o un médium con acceso al más allá.
El gran escapista Houdini, ferviente asiduo a las veladas espiritistas tras la muerte de su madre, acabó emprendiendo una cruzada contra los estafadores y presuntos videntes que se aprovechaban del dolor y la soledad de los que habían perdido a sus seres queridos montando unas sofisticadas pantomimas con las que desplumar la inocencia de sus víctimas. Houdini, que presumía de liberarse de cualquier grillete y encierro conocido, tardó más en escapar de las garras de la superstición y la superchería, pero acabó usando esas mismas cadenas para golpear sin piedad, y durante años, a los mentirosos.
El problema de tropezar con tantos farsantes es que puedes acabar convertido en un cínico sin fe en nada, como el miedo en caer en el sentimentalismo puede convertirnos en intelectualmente asépticos, huevos sin sal, creadores de crucigramas para empollones.
No ver nada. No ver nada es el primer requisito para ver. En la enmarañada y tupida red de la sabana africana es muy difícil ver animales, si acaso las manadas de confiada carne de cañón, y hay que estar muy entrenado para ver una familia de leones en el horizonte o un leopardo que nos vigila desde una corta distancia.
En Ostende no se ve nada, no ves a Spilliaert, ni casi ves a Ensor, no ves más que una maquinaria engrasada de productores y consumidores, una pequeña colmena de europeos domesticados, un mar bastante razonable y unos fantasmas esquivos. Porque era Léon Spilliaert, fallecido el 23 de noviembre de 1946,  el que nos había llevado hasta esa ciudad del mar del Norte, sus huellas de caminante nocturno por la playa de tinta, sus geométricos reflejos en la arena: su rostro desde el otro lado del espejo intentándonos contar un secreto. No es fácil explicar porqué él, ni porqué se establecen ciertos lazos, ciertos ríos subterráneos entre artistas de tan distinta procedencia, cierta familiaridad que va más allá de la sangre,  ni porqué hay viajes que no pueden dejar de hacerse: hay preguntas resbaladizas como anguilas, que no sólo son dificilísimas de atrapar sino que te sacuden una descarga eléctrica si lo haces.
En nuestra particular búsqueda del admirado faro belga, convenía esquivar las horas del sol y el ajetreo para ver algo, buscar los instantes del insomnio y la vigilia del sueño, como hizo él en su día, o en sus noches, traspasando el velo hacia esa otra parte de nuestra existencia que borra su rastro cuando suben los párpados, ese gran mapa en blanco que se dibuja más allá de la consciencia, terra incognita de los comedores de loto y los demonios embotellados.
Si pensamos en las horas que pasamos dormidos, o en las historias que hemos almacenado en nuestros sueños, registradas en la psique con la misma intensidad que los recuerdos, parece extraño limitar nuestra biografía a lo ocurrido durante esas pocas horas de vida social. ¿Qué hay de esa otra vida paralela? ¿Qué hay de esas horas de vigilia semiconsciente? ¿Qué hay del insomnio, ese estado de meditación errante y zombie? ¿Qué hay de las alucinaciones y los ensoñamientos?
Paseando por la ciudad nocturna intentamos forzar el encuentro con el fantasma en alguno de esos callejones que se abren al mar, en alguna geometría imposible, en un efecto de luz entre los negros, en los neones azulados de una tienda de maquetas de barcos, en la entrada roja del casino, en las mesas vacías de los restaurantes, en los juegos de líneas de las mareas, camuflado entre los noctámbulos. Pero no era él el que se aparecía en las caminatas.
¿Qué hacían allí Richard Strauss, Toru Takemitsu, Dreyer, Murnau?¿Por qué allí y por qué entonces? Hablamos con jugadores arruinados y con el mayordomo de Leopoldo II al que un grupo de africanos asediaban a preguntas en una lengua extraña. Pero las bullabesas del mar del Norte son bastante indigestas, con lo que no puedo asegurar que todo lo que estoy contando ocurriera realmente. Los fantasmas son, además, bastante juguetones y tienden a disfrazarse y ocultar su verdadera personalidad con frecuencia. Lo vemos a menudo en series de televisión y en las últimas hornadas de la industria del cine, pobladas de no-muertos, de zombies, de espíritus y coqueteos entre las dimensiones: no hay que subestimar la capacidad de la cultura popular para descifrar una época, en igual o mayor medida que los ensayos sociológicos, los textos de los filósofos y las tesis de la Dokumenta.
Las pistas falsas y esquivas, los fantasmas disfrazados de fantasmas, nos hicieron cuestionar la naturaleza del propio viaje, ¿No es acaso el viajero inmóvil el cinturón negro entre los rangos de la Orden del Caballero Errante?
Unir geografía y arte, genius loci y creatividad, parece más cosa de nacionalistas trasnochados e historiadores con afán de archiveros que otra cosa, pero el conocimiento tiene muchos caminos y no hace falta sentarse en la posición del loto para meditar, la iluminación te puede llegar con el sudor del paseante, en las salas de espera de los aeropuertos o en el fondo de una cerveza belga.
El mundo es casi siempre mentira, pero no estoy seguro que sea una buena idea decirlo en voz alta. Viajar, ese entretenimiento sobrevalorado, puede ser una manera de desenredar los viciados caminos de las conexiones neuronales, una forma de abrir nuevas puertas en los pasillos de nuestro pequeño mundo. Y están, otra vez, los fantasmas. Aunque su carácter etéreo les hace poder presentarse cuando y donde quieran, en la tranquilidad de tu estudio o a los pies de tu cama, tienen especial querencia a algunos lugares, un caprichoso comportamiento reducto de su anterior vida terrenal. Así que si había que buscar una puerta a través del espejo, parecía sensato seguir buscando en los rincones de esta ciudad de Flandes, no cuestionando más el sentido del viaje.
Un viaje solo puede ser dos cosas: una huida o una búsqueda. Y puede empezar siendo una cosa y acabar siendo la otra.
En 1981 Marvin Gaye, el gran cantante de soul norteamericano,  llegó a Ostende huyendo, escapándose del tipo en el que se estaba convirtiendo, a intentar recomponer los pedazos de un muñeco roto, y  en el aburrimiento gris de las mañanas belgas encontró el bálsamo con el que empezar a escuchar otra vez el sonido de las grandes canciones y recuperar el hilo con lo sensitivo: una huida que se convierte en una búsqueda.
 
Ostende fue desde el principio una búsqueda: del misterio escondido, de las geometrías emocionales, de los tenues lazos entre biografía y arte, de las conexiones sensitivas entre el norte y el sur, entre las pequeñas ciudades europeas, entre los artistas provincianos, entre lo cosmopolita y lo local, entre la actualidad y lo eterno, entre la noche y sus fronteras, una búsqueda de lo de dentro y lo de fuera, de las tortuosas relaciones entre literatura y visión, de lo que se esconde detrás del euro y el Banco Central Europeo, de la posibilidad de seguir pintando un siglo más.
Como cada célula guarda toda la información genética de lo que somos (y algunos estudios recientes indican que hasta guardan copias de lo almacenado en el cerebro, recuerdos y asociaciones neuronales) cada ciudad puede tomarse por el todo. Toda Europa cabe en cualquiera de sus ciudades, toda la historia y el presente de Europa cabe en una pequeña ciudad como Ostende, o como Cartagena, toda su energía gastada, sus sueños rotos, su cansancio de siglos, pero también su potencial y su sabiduría: no hay más que verla y descifrar, como en los posos del café, lo que fue y lo que será.
En 1908, mientras Spilliaert pintaba Vértigo en Ostende, Picasso ya había dinamitado una vía de la historia con las señoritas de Avignon, Duchamp estaba decidiendo dedicarse a la pintura, Monet estaba con una de sus crepusculares visiones de Venecia, Vallotton recreaba el rapto de Europa y Adolf Loos publicaba Ornamento y Delito. Todo a la vez, como ocurren las cosas, no de la manera ordenada y sin aristas que nos cuentan los manuales: el pasado y el futuro caminando de la mano por la afilada cuchilla de lo contemporáneo.
Marvin Gaye llegó aquí en un barco, un transbordador al que no puedes subir si no tienes coche. Los ves llegar e irse camino a Inglaterra, ballena cargada de burros de hierro, y los peatones nos quedamos contemplando el tránsito incansable del siglo.
Spilliaert no tenía bicicleta, ni cámara de fotografiar, lo cual no le impidió basar algunas de sus obras en imágenes fotográficas hechas por otros. De cada época uno escoge que quiere tomar y dejar, y en esa elección, como en otras, se decide en parte lo que serás en tu tiempo, que etiquetas te caerán, cuanto de luminosa y brillante será tu tumba, qué ha de decir la posteridad de ti: no hay que preocuparse, el convertirse en un fantasma interesante o banal, no depende del juicio ajeno sino de lo intenso de tu llama interior,  ya seas un asesino en serie o un oficinista portugués como Pessoa.
Hubo también un tren Ostende-Viena de la compañía Orient Express hasta el 39, por eso a veces te encuentras grupos de fantasmas  elegantes dirigiéndose al andén de la vieja estación. Nunca verás allí a Joseph Roth. Tal vez a Einstein o a grupos de judíos errantes escapando del desastre europeo.
Estas pequeñas historias de fantasmas todo el mundo puede entenderlas, vienen del hábito de narrar y de lo literario, pero conviven con otras apariciones de carácter diferente. Se confunden a veces con espejismos, visiones o inspiraciones. Fantasmas en forma de degradados, fundidos, horizontales y verticales, tonos y tramas, masa de rojo frente a superficie gris, vacío frente a lleno, duro y pesado, ligero y áspero, acorde en do, disonancia, motivo y fuga en espiral: fantasmas especializados, más difíciles de explicar, más fáciles de interiorizar generosamente.
Porque el pintor en esta tierra de fantasmas puede acudir a historias y teorías, enrevesadas tramas y justificaciones varias, muletas y mechas con la que encender una obra, pero inevitablemente acabará en materia esa fugaz aparición de Stefan Zweig tras las cortinas del Hotel du Parc, ese arrastrar de pies de Spilliaert por el malecón: ha de ser pintura o no será; podemos ordenar el mundo conocido y el ignoto en forma de andamiaje y estructura, pero es lo visual lo que hará que vivan las historias o que se releguen para siempre al olvido. Las tramas de poder, las oscuras tendencias de los hombres, la inocencia y la verdad, se sepultan bajo capas, levísimas o espesas, de color y depende de la destreza del artista, y del ojo del espectador que diría Duchamp, el que sigan siendo fantasmas invisibles o que empiecen a ocupar su lugar en el mundo.
Léon Spilliaert, insomne, atrapado en la provincia y confiado en escapar, como Houdini, de esas ataduras impuestas y autoimpuestas, soñando con viajes a tierras lejanas que nunca hará, visitando a Vladimir Ilich Lenin, insomne, atrapado en el exilio suizo y en la tela de araña de la historia. (¿O acaso sólo fue un sueño?).
Entre la vida apacible del pintor de provincias, perfectamente burgués, razonablemente excéntrico, y el mundo pintado se abre un abismo. ¿quién es el artista, el pulcro padre de familia belga de las fotografías o el atormentado ser  de sus autorretratos? Ambos, sería la respuesta correcta. Y ahora, años después. ¿quién es Léon Spilliaert, el objeto de estudio de biógrafos y profesores de historia del arte, el  verso suelto del postsimbolismo belga o el fantasma que recorre las calles de la Ostende nocturna, el licántropo que acecha a confiados pintores mediterráneos del siglo XXI para prolongar su mirada a través del tiempo? Ambos, o mejor ninguno: se ha convertido ya en una idea y como tal, materia maleable para rescatarnos de lo cotidiano, espuma de jabón con la que intentar una pompa hermosa y majestuosa, leve y eterna, indescifrable.
 
Una mañana de neblina luminosa acudimos al cementerio de Ostende a presentar nuestros respetos al pintor. Al cementerio se llega atravesando barrios del sueño europeo, variación belga del equivalente americano, de plantas bajas, tranquilos, ligeramente multiculturales, y en las afueras de su vieja valla empezamos a reconocer algunos fantasmas uniformados a la manera de las dos guerras mundiales, jóvenes perdidos a la espera de destino, pescadores, pequeños burgueses despistados. Preguntamos por la tumba de Léon Spilliaert y una funcionaria nos la señala en un plano fotocopiado. Mientras rastreamos la lápida intentando ver señales aparece una cuervo que se posa en la tumba vecina mirándonos fijamente. No hacemos nada para asustarlo y sigue ahí cuando, un buen rato después, nos vamos de allí.
De vuelta al centro oímos el graznido de un pájaro insistente. Lo localizamos en lo alto de un edificio contiguo a un solar, con un curioso efecto de luz que sé que alguna vez será un cuadro. El cuervo calla en cuanto me ve hacer la foto que me ha señalado. Y recuerdo los seres alados que Spilliaert dibujó para ilustrar a Latréaumont, esas extrañas aves de rapiña, y su obsesión con los árboles en sus últimos años, y al cuervo de Edgar Allan Poe, y pienso que el pintor hubiera estado cómodo siendo un pájaro y que alguna vez lo fue o lo será. Y sentimos por primera vez, con toda certeza, que el fantasma de Spilliaert sigue aquí, en alguna parte.